Leed, leed, malditos.

Nunca había leído tanto. Ni en cantidad ni en calidad. Es cierto que no suelo registrar los libros que leo y que mi memoria es más traviesa que mi hijo. Pero en el ocaso de estos doce meses de constante incertidumbre, confieso que la cosecha de lecturas ha sido, este año, prodigiosa. Parafraseo a Camus y aseguro que leer es vivir dos veces, al margen de que, en medio de esta zozobra general, es un magnífico cobijo y consuelo. A pesar de que la lista de lecturas pendientes no para de crecer (¡necesito, al menos, tres vidas más!), estos fueron los libros que, según me dictan mis recuerdos, más disfruté en este año que termina:

Hamnet, de Maggie O’Farrell. Si la escritora norirlandesa escribiera el prospecto de la aspirina, compraría inmediatamente el medicamento sólo por leerlo. Hay algo en su forma de escribir, en su manera de contar historias, que me atrapa y me fascina. Que me hipnotiza. Ésta es una maravillosa novela sobre el dolor humano y la conmoción, volcánica, imprevista y emocionante, que provoca en Angie y su marido, un tal William Shakespeare, la pérdida de uno de sus tres hijos. Y sí, esta cosmogonía, personal y peculiar, de esa maravilla universal titulada Hamlet es lo mejor que he leído este año.

Seda, de Alessandro Baricco.  Arrastro un grave defecto: llego tarde a todo. Pero, por el contrario, tengo suerte, porque, finalmente, llego. Esta pequeña novela (pero enorme historia), se publicó por primera vez en 1996. Han tenido que pasar veinticinco años para que, fortuitamente, cayera en mis manos. Así que ya puedo contarme entre los afortunados que han disfrutado con su lectura. Creo que fue Vila Matas quien afirmó que para escribir hay que dejar de ser escritor y anteponer el placer de la lectura a la vanidad del autor. Leer Seda es un gozo intenso e inmenso. Imagino que escribir este opúsculo, a pesar de la recomendación de Vilas Matas, tuvo que ser un gustazo para el autor. Se lee en una tarde, pero se digiere con placentera lentitud.

Como polvo en el viento, de Leonardo Padura. Tengo la suerte de contar con un viejo amigo que me hace, siempre, magníficas recomendaciones. Comencé mis vacaciones estivales sumergiéndome en esta ambiciosa novela sobre exilios interiores y exteriores, sobre la diáspora de unos personajes dañados por la nostalgia y los recuerdos; sobre la posibilidad, e imposibilidad, del anhelado regreso. Coincido con José Sacristán: ¡a la mierda las banderas!

‘Arboleda’, de Esther Kinsky es un paisaje de invierno, de brumas y árboles desnudos. De duelo. Es, también, un aprendizaje, sobre la paciencia, la entrega, la constancia, y la humildad, que proviene de humus, tierra fértil.

Canto yo y la montaña baila, de Irene Solá. En el 2002 crucé solo los Pirineos. Nunca imaginé, en aquel viaje redentor, que aquellas montañas, valles y bosques que conmocionaban a mi alma, tendrían, también, vida literaria. Y no por los hombres y mujeres que pueblan sus caseríos sino por sus rayos, perras o corzos, seres animados en estas páginas cuyas palabras palpitan en la frontera que separa, o une, según se mire, a vivos y muertos. Si la ficción goza de buena salud es gracias a maravillas y prodigios como este. De verdad, léanla. Les gustará.

 ‘Racionalidad’, de Steve Pinker. Si te preguntas cómo es posible que, en medio de esta abrumadora evidencia científica, el pensamiento mágico aún arraigue en un sector de la población, éste es tu libro. Pinker abandona su patológico optimismo para mostrarnos, de forma amena y accesible, cómo tras un aparente discurso racionalista (basado, supuestamente, en gente de ciencia que disiente) se esconde una cultura del yo y del interés propio que desemboca, paradójicamente, en una irracionalidad acojonante. La verdad, a veces, no es más que la invención de un embustero.

‘Verdolatría’ de Santiago Beruete. Muchos creen que la filosofía, hoy en día, es muy valiosa porque, precisamente, no vale para nada. Yo confieso que, si volviera a estudiar, cursaría Filosofía porque me seduce sobremanera esta disciplina que hace de la duda, y de la pregunta, una forma de vivir plenamente. Hay que leer a Beruete, esta hermosa reflexión suya, esta profunda admiración por la naturaleza y el jardín. Aunque sea para saber que Sócrates, Platón y Aristóteles se drogaban y que, al margen de las muchas cosas sensatas que pensaron y predicaron, también dijeron auténticas memeces. Hay que leer a Beruete para descubrir que, quizá, la felicidad no es más que florecer por dentro y que probablemente, no hay revolución más necesaria que la de aprender a cuidar una flor.

‘Poesía completa’ de Manuel González Sosa. Nunca imaginé que un aniversario, que un homenaje, me aportara tanto. Este año, que pronto despediremos, es el centenario del nacimiento de un poeta enorme, absoluto; de un hombre que renunció a las mieles de la fama por la satisfacción plena que le proporcionaba el íntimo ejercicio de escribir. De un poeta mayúsculo, secreto, hondo, que vivió en la sombra, y en silencio, con una mezcla estoica de aceptación y gratitud. De un poeta de la posguerra que entendió la vida como un viaje sin retorno, que ha de recorrerse con serenidad y dignidad.

‘Teatro 2010-2015’, de Alberto Conejero. Mientras espero que alguna editorial se decida a publicar las obras del palmero Antonio Tabares (en mi opinión, el mejor dramaturgo canario), leo la obra escrita de otro indispensable de la dramaturgia actual de este país. Porque, aunque muchos lo desconozcan, el teatro también se lee.

Termino, no sin antes desearles a todos, feliz, y saludable, año nuevo.

Y abundantes y prósperas lecturas.