Derecho de propiedad, pandemia y xenofobia

Mientras la agente de una reconocida inmobiliaria del sur de Gran Canaria se desgañitaba al teléfono y grito en boca le advertía al agente de la Guardia Civil: “Es una venezolana!” los muchachos de la más reciente inmigración clandestina salían del Hotel Tamanaco como hordas, tomaban la calle sin mascarillas, bromeaban entre ellos. En tanto, la propietaria del inmueble explicaba a los Guardias civiles que tuvo que trasladarse al sur, pues la inmobiliaria no le respondía ni tampoco la inquilina. Le advirtieron que estaba cometiendo un delito penal, que no podía estar en la terraza de su inmueble, aún cuando la nonagenaria madre de la inquilina noruega le había dicho que iba a llamarla y acto seguido desapareció tras la puerta y dejó las llaves dentro de la cerradura para impedir el acceso.

Bajo el sol inclemente, esta mujer, hija de canarios retornados, esperaba que la noruega accediera a hablar con ella, a explicarle porqué no había pagado el mes de alquiler, ni las facturas de agua y electricidad. En la calle Gran Canaria de Residencias Guayana ningún propietario es venezolano, salvo esta viuda que depende del alquiler para el sustento. De nada sirven los nombres venezolanos. “Tamanaco” (que fue un Cacique venezolano) y “Guayana” (una región fértil de Venezuela, donde se ubican la Ferrominera del Orinoco, Bauxilum y otras empresas básicas del estado) han sido pobladas por los que en Canarias llaman “guiris”, personas que ni siquiera hablan el idioma oficial, el español.

  • “La propiedad está en buen estado” – dijeron los guardias-. “No vuelva a alquilar si no son personas de su confianza”. Pobre consuelo.
  • “Sólo huele mucho a tabaco, pues fuman”, terminaron.

En tanto, el elefantiásico hijo de la inquilina entraba al bungalow, mochila a cuestas, con una sonrisita temeraria. Saben que la ley los protege, que lo tienen todo, que no habrá quien los saque, aunque no paguen. Es la misma historia repetida por Pedro Lezcano, pero no les da la gana de coger la maleta. Están protegidos y se burlan del pueblo canario.

La inquilina, que lloraba ante los guardias, ahora reía.  Ante la mirada impotente de la viuda, en el otro lado de la acera. Reía y cerraba la puerta. Dueña y señora en un país ajeno, se sabe protegida. Se irá cuando le venga en gana, con la anuencia de la inmobiliaria y la ley española.

Esta mujer, que llegó hace casi seis años a Gran Canaria, que vino buscando la tierra de su padre, el paraíso que él le había pintado de gentes sencillas y amables, que invirtió todo lo que tenía en esta tierra, que paga sus impuestos, que tiene dos hijos adolescentes a los que advirtió “de ahora en adelante, come se comporten aquí será el ejemplo de cómo somos los venezolanos”, y han sido estudiantes ejemplares y generosos (“te regalo este libro, profesor de Literatura, para que conozcas “Cien Años de Soledad”), que ha derribado muros para dar a conocer la poesía venezolana en Canarias, que nunca ha dicho un “no” cuando le han pedido participar de recitales, libros colectivos, iniciativas literarias propias y ajenas. Esta mujer que puso en el féretro de su madre una imagen de la Virgen del Pino. Ahora está sola. Se sabe extranjera en la tierra de su padre y sus abuelos. Duda sobre seguir invirtiendo en esta tierra. Quiere irse a su país, atormentado, en el que nunca será una extranjera. Entiende porqué su padre y sus tíos emigraron y no volvieron. Hay tanto amor y tanta incongruencia, le es difícil entender.

Atrás quedaron los domingos, la música canaria que su padre ponía mientras hacía las papas arrugadas. Atrás quedó la esperanza de retomar la vida rodeada de volcanes. Se borra, lenta y definitivamente, todo se lo han quitado.

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