Encuentros con Vicente J. Subiela

Les presentamos este testimonio de vida como anticipo de una ponencia que será presentada el próximo miércoles día 14 de Abril en la Sede Social de La Orden del Cachorro Canario, Vegueta – Las Palmas de Gran Canaria.

En las siguientes líneas escritas por el propio protagonista podrán otear el periplo vital que ha vivido este hombre.

Él mismo, en el siguiente reportaje, con su nueva voz y tras un largo y esforzado aprendizaje les mostrará como se puede superar la adversidad con ilusión y constancia.

 

Verano de 1993: No puedo decir “Te quiero”

Ella era hermosa, parecía una actriz, una mezcla entre la Ingrid Berman de “Casablanca” y la Kim Bassinger de “Nueve semanas y media”. No pasaba desapercibida con sus ojos de gata azules, sus interminables labios y su figura de modelo. La veía cada domingo. Y sin darme cuenta me sorprendí a mí mismo pensando en ella cada día, como una espina clavada en la memoria.

Tenía tanto miedo al rechazo que tardé incontables días en llamarla. Una tarde de verano conseguí, por fin, quedar con ella. Allí estaba, tomando un refresco frente a mí, en un bar deshabitado. Todo parecía perfecto; hablamos de la última película vista, de los planes para las vacaciones…Cuando quise expresar mis sentimientos una mano invisible estranguló mi garganta impidiendo cualquier sonido; no entendí que me pasaba, sólo que no podía hablar. La voz apareció milagrosamente al preguntar por cualquier otro tema y se volvió angustioso silencio al querer decir “Te quiero”.

Invierno de 2000: Blanco y rojo

Hace dos semanas di una charla sobre mis experiencias de voluntariado en América Latina, y desde entonces estoy con afonía. Una amiga logopeda me recomienda acudir al foniatra. Me siento en su consulta, abro la boca e introduce un palito de metal con una pequeña luz, conectado a un monitor de TV.

  • Di una “A” todo lo larga que puedas.
  • Muy bien, ahora una “E”.

AL final de la visita me dice que tengo una monocorditis en la cuerda vocal izquierda; me indica que vaya al otorrino.

El especialista en oído, nariz y laringe lo tiene claro: hay que operar.

Tras el paso por el quirófano me entrevisto con el cirujano:

  • Tras analizar el tejido extraído podemos comprobar que hay zonas rojas alternando con zonas blancas; todo indica que se trata de un pequeño tumor. No obstante, se realizará una biopsia para confirmar el diagnóstico.

El diagnóstico se confirma.

Siento sorpresa y miedo a un tiempo; para nada esperaba esto. ¡¡Tengo 33 años y nunca he fumado ni bebido y me acaban de quitar un tumor!!

Se trata de un “pre-cáncer”, me dice el foniatra. El protocolo es ser inspeccionado por el comité de tumores para que valore radioterapia o cirugía laser. Me decido por la segunda opción.

Pierdo voz, pero tras varios meses de un aburridísimo tratamiento de logopedia, consigo recuperarla en buena medida.

 

Verano de 2014: T4

Tras la cirugía del 2000, he recibido un seguimiento semestral con el médico que me operó. Desde entonces, la calidad de la voz ha sufrido altos y bajos, y he acudido a diferentes logopedas; incluso a una consulta de acupuntura. Desde 2010, más o menos, la mejoría no es estable a pesar de las numerosas sesiones.

Conduzco por la avenida marítima; el tráfico es lento, con la habitual espera en el acceso a los túneles de Julio Luengo. La veraniega tarde de junio anima a bajar la ventanilla y sentir la brisa que pueda llegar desde las Alcaravaneras. Sin ninguna intención apoyo mi mano derecha en mi cuello y percibo cierto abultamiento singular. No le doy importancia pero decido comentarlo con mi otorrino.

Se repite el protocolo de la revisión semestral; me sé de memoria la postura que he de poner y el omnipresente “Diga eeeeeeeee…”.

  • No se aprecia nada anómalo, no obstante, le solicito una ecografía.

Tras la prueba de imagen el radiólogo me dice que no ve nada, pero que me recomienda un TAC, para estar seguros.

La máquina de la Tomografía Axial Computarizada parece la máquina del tiempo: una dura cama en cuya cabecera hay un disco gigante, como un donut, pero de color gris y de más de un metro de diámetro. Me tumbo cual Tutankamon mientras escucho extraños sonidos y el donut dando vueltas; es parecido a lo que ve un calcetín dentro de una lavadora.

Por la tarde recibo una llamada del centro donde me he hecho el TAC; al parecer hay que ampliar la prueba. No me dicen por qué, a pesar de mi pregunta.

A la mañana siguiente, me tumbo de nuevo delante del donut; a la salida espero, intrigado, la razón de esta segunda prueba.

El radiólogo no se anda por las ramas:

  • Tienes un tumor y hay que operar, y…

No me creo sus palabras, no entiendo nada, el mundo se viene abajo, todo carece de sentido, mis pensamientos bullen como interminables olas, el miedo me llena el cuerpo, como si me hubieran hecho una transfusión de miedina que reemplazara mi sangre.

Llego a casa; lloro; mi pareja me abraza; llama al trabajo para informar de lo que pasa y de que voy a faltar; viene mi cuñado médico; mira el informe del radiólogo; me dice que el tumor afecta también a las glándulas tiroides, es decir, se trata de un T4, ya que está en la laringe y fuera de ella.

Inicio una peregrinación por diferentes consultas de especialistas: Las Palmas, Madrid, Barcelona; es un desesperado intento de encontrar la mejor opción posible. El Dr. Bernal, otorrino del “Barna Clinic”, tiene mucha experiencia en estos casos y que realiza cirugías parciales. Me entrevisto con él y le entrego el informe del TAC.

Me dice que mi caso no cumple las condiciones de cirugía parcial.

Vuelvo a casa, cansado de buscar respuestas, cansado de batas blancas, de salas de espera; me rindo y empiezo a asumir lo que parece inevitable.

Me queda medio mes de julio para hacer lo que probablemente ya no podré hacer nunca más, así que comparto un día en el Aquasur con mi pareja y mis hijos, subo una y otra vez para lanzarme por los toboganes, voy a la playa varias veces, nado, buceo y vuelvo a nadar.

La mañana del 5 de agosto me despierto pronto para coger el avión a Barcelona; vuelo sin estar del todo convencido de lo que voy a hacer.

Llego al Barna Clinic, entro en mi habitación, miro correos, firmo la declaración del paciente asumiendo que todo puede pasar. Hago la que será la última llamada con mi voz: 5 minutos para conversar con mis hijos mayores y decirles que les quiero; impacta la madurez de dos niños de 10 y 8 años.

Entro al quirófano sobre las 17:30, tras todo el día en ayunas.

Salir de una anestesia general tras una laringectomía total es casi como entrar en otra dimensión. Recuerdo una sala oscura con algunas luces, la voz del otorrino informando de lo inevitable, mi cuerpo pesado, inmóvil, incapaz de reaccionar.

Aquí una parte de mí murió y otra nació.

La recuperación post-operatoria fue lenta: un mes sin poder tragar (ni siquiera mi propia saliva), alimentado por una sonda nasogástrica, sin salir del hospital, comunicándome por escrito. Todo desde la paciencia, el optimismo y la esperanza.

Lo primero que tomé fuera del hospital fue un zumo de naranja; tardé más de media hora en ingerirlo. Más paciencia.

Vuelvo a casa; me reencuentro con lo que dejé; visito al foniatra: no cree lo que me ha pasado; me dice que es el primer caso que conoce de recidiva tras 14 años.

Finales de 2015 o quizás inicios del 2016

Consigo decir “A” a partir de la voz esofágica; más de un año aprendiendo a hablar de nuevo; paciencia, sí, más paciencia. Después, todo es cuestión de entrenar. Agradezco aquí la labor de otros compañeros del grupo de la Asociación Canaria de Laringectomizados y de las logopedas. Todos ellos contribuyeron a que aprendiera a hablar de nuevo. 

Hablar de nuevo

El procedimiento de la voz esofágica es bastante peculiar: trago aire, lo acumulo en el esófago y espero a que surja el eructo; cuando el sonido aparece, lo modulo como si hablara normalmente. Pues eso, que llevo unos 5 años eructando sin parar para comunicarme.

Perdí una voz y gané otra; ahora no puedo cantar, ni gritar, pero puedo conversar.

Pero perdí otra cosa más importante: perdí el miedo a ser yo, a estar en la vida, a equivocarme, a decir lo que pienso, lo que siento.

Ahora ya no hay miedo para decir “Te quiero”.

 

Vicente J. Subiela