N° 59. Becerril, mi barrio natal. Como era entonces

La vivencia de hoy se sale algo del formato habitual. En esta quiero hablarles de mi barrio natal: Becerril. Yo creo que es interesante que la juventud, sobre todo la del mismo barrio, conozca como era antes la vida en estos lugares olvidados de la mano de Dios y de su Ayuntamiento, con sus enormes carencias, pues realmente faltaba de todo.

También es cierto que me toco vivir durante la crisis de la postguerra, nuestra guerra civil, la cual se prolongó muchos años después de acabada ésta. El problema fué que España estaba aislada del mundo y por ello nos costó sudor y lágrimas salir de esa situación, pues por si fuera poco nuestra guerra civil, a ésta le siguió la segunda guerra mundial. Y sin embargo, a pesar de tantas carencias, de tantas miserias, tengo un recuerdo de mi infancia en la que que fui feliz. Y es de todo eso precisamente, de cómo vivíamos entonces, lo que tratare de contarles.

Becerril está dividida en dos partes, una pertenece al término municipal de Guía, la parte más grande, y otra al término municipal de Gáldar. Yo nací y viví con mi familia hasta que tenía 14 años de edad en la zona que pertenece al término municipal de  Guía. Luego nos fuimos a vivir muy cerca del pueblo, en el Lomo de Guillén, en la casa de la finca donde a mi padre nombraron Encargado. Esto ocurría en el año 1,956.

Becerríl era entonces, sin ninguna duda, el barrio más pobre de todos los que habían en el término municipal de Guía. Estábamos totalmente olvidados de nuestro Ayuntamiento.

El barrio tenia cinco o seis calles, algún que otro callejón, y algunas peligrosas veredas; en una de ellas vi a una tía mía rodar cuesta abajo hasta que llegó al fondo de la barranquera; había llovido y resbaló. Afortunadamente no tuvo ninguna herida grave, sólo magulladuras, pero pasó varios días en cama de los dolores que tenía en todo el cuerpo.

Ninguna de sus calles tenía nombre, eran de tierra que se transformaban en barranqueras desde que caían cuatro gotas. Y en aquella época llovía con bastante frecuencia sobre todo durante las estaciones de otoño e invierno, con truenos y rayos y a veces también con granizos. Me viene ahora a la memoria que desde que empezaban los truenos y los rayos mi madre tapaba con sábanas todos los espejos de la casa, pues se decía que éstos atraían a los rayos.

Por no tener no había ni un simple local donde la juventud o los mayores se pudieran reunir. Así que el lugar de encuentro, el local social del barrio, era la barbería de Antoñito Míreles. Estaba situada en la calle principal en un local de tamaño más bien pequeño. Allí iban, después de acabada la larga jornada laboral de no menos de 10 horas, sobre todo los jóvenes que aún estaban solteros, no sólo a pelarse sino a charlar y a leer el periódico el que supiera leer, que eran pocos, y que generalmente los que sabían se lo contaban a los que no sabían. Más de una vez me toco leerlo a mi en voz alta a petición de Antoñito. Era el único lugar del barrio en donde te podías enterar de todas las noticias, tanto del propio barrio como del exterior, pues también había una radio e iban a escucharla y a oír el parte nacional. Antoñito compraba el periódico solo los lunes, por las noticias del fútbol del fin de semana, por lo que cuando llegaba el sábado el periódico estaba casi destruido de tanto uso.

A la barbería también se iba a hablar de fútbol regional pues en el barrio teníamos nuestro equipo: el San Pedro, que aunque no era muy bueno era nuestro equipo. El uniforme era totalmente blanco y como en el barrio no había campo de fútbol los partidos se jugaban en La Atalaya. Los entrenamientos se hacían en alguna calle del propio barrio y otras, las menos, en el propio estadio de La Atalaya.

Más tarde se creó otro equipo, el Español, que vestía de rojo y cuyo valedor era un terrateniente del barrio, Manolito Reina. Los jugadores iban muchas tardes a su finca a comer leche de vaca recién ordeñada con gofio, para que estuvieran bien alimentados. Este equipo duró poco tiempo, apenas unos años.

Ahora quiero comentar de que vivía su gente; cuáles eran sus trabajos habituales. La mayoría de los hombres y algunas mujeres trabajaban en la agricultura; en las plataneras y en las zafras de los tomateros; otros en la albañilería; algunos en una cantera que había en la montaña por la zona de Gáldar. También había un par de chóferes que conducían camiones de almacenes de empaquetado. Había otro hombre que trabajaba en un pozo que estaba en el barranco. Otro que era guarda jurado. También estaba la carpintería de maestro Federico y maestro Félix, donde aparte de ellos habían dos o tres carpinteros mas. Y claro tampoco en un barrio puede faltar una zapatería y aquí teníamos a maestro Juan que no daba abasto a poner tapas y suelas. Tampoco podía faltar un latonero para arreglar los fondos de los calderos y las cocinillas de pitorro. A mi me gustaba ir a la cueva del latonero qué se llamaba Josenito, porque me gustaba el olor del estaño cuando soldaba algún cacharro y porque me gustaba verlo trabajar. También habían algunas chicas jóvenes que trabajaban de criadas en algunas casas del pueblo. También había una pequeña empresa de construcción cuyos dueños eran los maestros albañiles hermanos Martin. Había también un vecino llamado Juan Navarro que tenía varios mulos y se dedicaba al transporte de cualquier cosa. Vivía en una casa cueva que él mismo se había construido a mitad del pico. Juan Navarro era algo gangoso porque no pronunciaba la erre, por lo que cuando tenía que decir su nombre lo pronunciaba: Juan Navago. A su hijo mayor, Cirilo, le tocó hacer la mili en la entonces África Occidental Española, creo que en Villacisneros y cuando le dieron un par de semanas de permiso llegó al barrio y, casualmente, se encontró con su padre que salía en ese momento de la barbería, de pelarse. El encuentro fue muy cariñoso y emotivo. Los dos se fundieron en un fuerte abrazo pues hacía casi un año que no se veían. Algunos vecinos los vieron y cuando se separaron escucharon el saludo que Juan Navarro le dedicaba a su hijo: “Pedo Cidilo me cagó en la made que te padió si te padeces t’o a un codeano”. Cirilo, como todos los que venían de África, llegó muy moreno por las muchas horas de sol que diariamente tenían que soportar. Ya se pueden imaginar que la frase de Juan Navarro se corrió de boca en boca por todo el barrio. A mi me hizo tanta gracia que aún la recuerdo.

Tengo que destacar que a pesar del alto analfabetismo que había en el barrio, los chicos eran muy respetuosos con las personas mayores. Se les trataba de usted, se les cedía el asiento y jamás se les contestaba mal ni se burlaban de ellos por muchas ganas que tuvieran a veces por motivo de alguna situación graciosa. Era un respeto mamado desde la cuna.

En el barrio había un solo empresario de verdad: Manolito Reina que tenía arrendada al Museo Canario la finca de la Falda.  Llevaba muchos años en el barrio, pues siempre se la adjudicaba en la subasta que se celebraba cada cinco años. Era un hombre muy apreciado y a menudo se le veía tomándose algún ron con algunos vecinos, a los que siempre invitaba. Con él trabajaban: en la casa dos mujeres y en la finca ocho o diez hombres del barrio que estaban muy contentos con el trabajo y con el trato respetuoso que recibían de Manolito y de su esposa. Era un buen hombre y todo el barrio lo sintió cuando dejó la finca y se fue a vivir al pueblo. Habían mejorado su puja y el sabía hasta donde podía llegar.

En todas las casas habían dos o tres cabras, dependiendo del número de personas que componían la familia, pues la leche junto con el gofio eran alimentos imprescindibles en esa época. Y por las cabras surge otro trabajo; había en el barrio un vecino que tenía dos o tres machos cabríos preciosos y se pasaba por todas las casas a medida que le iban avisando de que sus cabras estaban en celo, (se decía que estaban pidiendo macho). El propietario de las cabras elegía el macho y una vez que la cabra quedaba preñada le pagaba la cantidad que tenía establecida. Y así se ganaba la vida este hombre que se llamaba Sebastian y al que todos conocían por “Chano el del macho”.

En mi casa habían dos cabras y mi padre siempre se las arreglaba para que se fueran alternando en parir para que no nos faltara la leche, pues también era imprescindible en nuestra alimentación. Recuerdo ahora que si en algún momento se derramaba algo de leche en el suelo había que echarle agua inmediatamente para que el sol no la secara, porque se decía, que también se secaría la cabra.

Pero los niños también trabajaban “apañando pajullos” por la orilla de la carretera y por todas partes para hacer estiércol, que luego sus padres vendían a los dueños o encargados de las fincas, y también cogiendo hierbas para la comida de las cabras. Había mucha miseria y muchas familias tenían que sacrificar el colegio de los niños a cambio de hacer unas pesetas para la maltrecha economía familiar. Era un problema sobre otro pues al no haber ningún control de natalidad, las familias se llenaban de hijos. En mi caso solo éramos dos hermanos y nunca tuvimos que ir a trabajar pues mis padres nunca lo permitieron; ellos se sacrificaban para que nosotros solo tuviéramos que ir a la escuela. Mi padre traía todos los días de la finca donde trabajaba la comida para las cabras. El estiércol que producían lo vendía todos los años a la finca donde trabajaba.

Sin embargo yo si trabajaba algunas veces después de salir del la escuela. Tendría yo en torno a los ocho o nueve años cuando mi abuela me mandaba a vender manojos de rábanos por las casas de Becerril y de La Atalaya. Los rábanos los llevaba al hombro en un cereto de madera. Un día llegué muy contento porque una señora de La Atalaya me había comprado todo lo que me quedaba por vender y además me dijo que pasara por su casa cada dos días para comprar los que me quedaran. Yo, la verdad, no lo tomaba por un trabajo pues me gustaba y me divertía hacerlo y además también porque la abuela siempre me premiaba con alguna perrilla.

Siendo yo muy pequeño se abrió la primera escuela en el barrio y allí fuimos mi hermano y yo desde que tuvimos la edad adecuada. Poco a poco la escuela se fue llenando, pues como queda dicho habían muchos niños que trabajaban todo el día. Ese era el motivo de tanto analfabetismo. Aun recuerdo el nombre del maestro que teníamos: Don Chano.

Habían algunos niños cuyos padres se sacrificaban y los ponían en las escuelas para que aprendieran a leer y a escribir, aunque muchos de ellos tenían que trabajar después de la salida de clase. También, por el mismo motivo, habían muchas faltas a clase y don Chano se desesperaba e incluso intentaba hablar con los padres, pero a veces no lo conseguía. Era, en verdad, un buen maestro que se preocupaba por sus alumnos.

Yo estaré siempre agradecido a don Chano pues gracias a él salí a estudiar el bachiller a Guía, a un colegio privado, pues no había ninguno gratis, salvo en Las Palmas capital. Habló con mi padre y lo convenció para que tanto yo como mi hermano, dos años más tarde, ya en el Instituto Laboral, estudiáramos el bachiller. Y eso a pesar del enorme sacrificio que tuvieron que hacer, pues para poder pagarlo tuvieron que arrendar unas tierras en Santa Elena (detrás de la Atalaya) y plantar tomateros durante la zafra del tomate. Todo esto acabó unos años más tarde cuando nombraron a mi padre Encargado de la finca donde trabajaba.

Ya de mayor, estando incluso casado y con mis dos hijos,  tendría algo más de treinta años, me encuentro a don Chano en el casino de Gáldar. Naturalmente él ya estaba jubilado. Lo saludo y mi gran sorpresa fué que me reconoció. Se acordaba de mi y de mi hermano. Se interesó por nosotros y se alegró de que nos hubiera ido bien en la vida. Yo no salía de mi asombro. Aunque era razonable que se acordara pues yo creo que fui, junto con Octavio Martin, sus primeros alumnos que salían del barrio a estudiar el bachiller. Dos años más tarde lo hizo mi hermano y algunos otros chicos al Instituto Laboral recién abierto.

También les quiero hablar de los juegos de los niños. Por entonces casi no habían juguetes que comprar ni perras para pagarlos. Así que prácticamente todos los hacíamos nosotros mismos echándole mucha imaginación. Por ejemplo: Una caña con un trozo de soga amarrada a la punta era un caballo con sus bridas y allí nos escarranchabamos y a correr a ver quien ganaba. Había un tiempo para cada juego. Cuando venían los vientos estábamos todo el tiempo que podíamos haciendo cometas y echándolas a volar. El papel de colores lo comprábamos en la tienda y lo pegábamos con plátanos o con papas sancochadas, pues no había otra cosa. Luego había que levantarle las perras a la abuela Lola para comprar el hilo carrreto. Lo mismo ocurría cuando llegaba el momento de los trompos; estábamos todo el día con los trompos en la mano haciéndolos bailar. Otros juegos que practicábamos eran, “pinchalauva”, “piola”, “al teje” y alguno más que no recuerdo. Pero el juego favorito de todos era el fútbol. Jugábamos delante de la casa de Colacho que era donde más espacio había. Dos de los chicos se erigían en capitanes, uno de ellos siempre era Julito, que era el mejor que jugaba, y se formaban los dos equipos con todos los chicos que habían. Como nos divertíamos!!, como disfrutábamos!!. Los partidos duraban hasta que uno de los dos equipos marcara doce goles. Ah, se me olvidaba; pero primero había que hacer la pelota, pues no habían pelotas de goma, al menos nosotros no las conocíamos. La hacíamos de trapos y pajullos o de la garepa seca de las plataneras que eran las mejores.  La amarrábamos con hijo carreto o con tiras de platanera. Cuando acabamos el partido de la pelota no quedaba casi nada.

Como en el barrio no había ninguna plaza ni nada que se le pareciera, todos los juegos lo practicábamos en las calles, donde apenas pasaba un coche de cuando en cuando. Cuando tenía 11/12 años Julito, que se había ido a vivir a La Atalaya, me fichó en el equipo de fútbol que había en ese populoso barrio, el Guíense. Allí estuve jugando hasta los 17 años y Julito fue siempre mi entrenador y compañero de equipo al mismo tiempo, donde además era el capitán. Llegamos a tener un buen equipito e incluso un año ganamos el campeonato. Yo no era muy malo, aunque según Julito mi rendimiento bajaba en los partidos, pues la presión, que yo mismo me creaba, me hacía cometer errores que no cometía en los entrenamientos. Esa presión me acompañó hasta que me hice adulto. Un ejemplo más eran los exámenes en el colegio; se me daban mejor los escritos que los orales en donde a veces se me quedaba la mente en blanco. Era un problema serio pues más de una vez suspendí debido a ello.

En aquella época habían muy pocas viviendas en el barrio que tuvieran agua corriente y luz eléctrica y una de ellas era la de mis abuelos maternos, que era un caserón enorme que daba a dos calles. Los abuelos tenían una pequeña finca, de una media fanegada, que llamaban “el huerto”, donde plantaban verduras, papas, millo, etc. y que mi abuela vendía en el puesto que tenía en la plaza del mercado de Guia. Y es por eso que vivían de manera más desahogada que la mayoría de sus vecinos, pues mi abuelo también tenía su empleo en una finca de plataneras muy grande que estaba situada entre La Atalaya y Becerril, y en la que él era el regador.

Mi padre les ayudaba casi todos los domingos por la mañana, y a cambio recibíamos algo de todo lo que daba la pequeña finca. Era desde luego de gran ayuda para nuestra familia, pues en ese entonces las compras estaban racionadas mediante la “cartilla” y generalmente no bastaba con ello, aunque Encarnacionita, como mi madre era buena pagadora, nos vendía a escondidas algunos artículos de primera necesidad que íbamos a buscar por la noche para que no nos viera nadie.

Les voy a contar, por lo curioso, como consiguieron los abuelos hacerse con su pequeña finca. Como mi abuela era huérfana de padre, al casarse le correspondía un dinero, que llamaban “la dote”, que había instituido el gobierno y que pagaba por delegación el Ayuntamiento. Con ese dinero compraron la finquita y luego compraron un solar muy grande y fueron construyendo su casa a medida que podían. En la parte de atrás construyeron un alpendre y un pajar, donde siempre había un becerro y un par de cabras. El becerro era necesario por el estiércol para “el huerto” y las cabras por su leche. Muchas veces me toco a mi traerles la comida desde el huerto o desde alguna finca amiga. Claro que yo también lo hacía porque la abuela siempre me daba alguna pesetilla.

Desde luego fueron muy inteligentes al invertir primero en la tierra, pues tuvieron claro que ésta les ayudaría con lo demás.

Nosotros, durante mis primeros años vivíamos en una casa alquilada que estaba detrás de la de mis abuelos maternos. Luego al reclamársela el dueño a mi padre, mi abuelo quiso que nos fuéramos a vivir con ellos, y allí nos trasladamos a la parte central de la enorme casa, donde estábamos mucho más cómodos teniendo, ademas, agua y luz gratis pues al haber un solo contador la pagaban mis abuelos.

Mis abuelos eran muy religiosos y recuerdo que cuando era niño mi abuela me mandaba a llevar la Virgen a la casa de una vecina. Les explico: una serie de vecinas, entre las que estaba mi abuela Lola, habían comprado una Virgen, que estaba bendecida. Estaba dentro de una cajita de madera y de cristal, donde también había una vasija pequeña con agua y aceite con un pabilo que flotaba en un pequeño corcho y que permanecía encendido mientras estaba en alguna de las casas. Pues bien, el acuerdo era que cada una de ellas tendría en su casa a la Virgen durante una semana. Nada más llegar a su casa mi abuela la ponía en un sitio preferente, abría la puerta de la preciosa caja, encendía el pabilo y a continuación le rezaba una oración. Todas las noches le rezaba el rosario acompañada del abuelo y de la familia que se encontrará allí. A nosotros nos tocaba todas las noches. Recuerdo las inacabables letanías de la abuela una vez acabado el rosario. El abuelo cuando acababa le decía de manera jocosa: “Caramba Lola, esta noche no se te olvido ningún santo”.

Otro tema muy importante era el agua. En la calle principal del barrio el Ayuntamiento había instalado un pilar para el suministro del agua potable a todo el que la necesitara. Que yo recuerde esto fue lo único que el Ayuntamiento hizo en el barrio en aquella época.

A diario se formaban unas colas interminables y a veces se producían algunos pleitos e insultos si alguien se quería colar. Generalmente esa labor la realizaban las mujeres y algunos chicos. Estos con unos ganchos de donde colgaban dos baldes y las mujeres que la acarreaban en baldes de aluminio o tallas de barro que llevaban en la cabeza, encima de un moño que hacían con un trapo de tela que les ayudaban a mantener el equilibrio. Hay que tener en cuenta que muchos de esos vecinos vivían en cuevas en la misma montaña, por lo que el trayecto era todo cuesta arriba. Sin duda ese era el motivo por lo que la gente se bañaba tan poco.

Muchos jóvenes, e incluso muchos mayores, se iban a bañar a los estanques o a la acequia, pues como dije, en las casas no había agua corriente y costaba mucho trabajo llevarla desde el pilar público. Esta agua se usaba básicamente para beber y para la comida, ademas del aseo de las mujeres y de los niños pequeños. Los días predilectos para el baño eran los domingos, pues era el único día que no trabajaban. El resto de la semana se la pasaban trabajando de sol a sol, (desde que amanecía hasta que oscurecía con un corto descanso para almorzar).

Nosotros, cuando vivíamos en la casa alquilada, nos suministrábamos el agua de la casa de mis abuelos maternos que llevábamos mi hermano y yo en ganchos. Mi madre nos obligaba a lavarnos a diario las partes vistas y los sábados nos bañábamos el cuerpo entero.

La acequia a la que hago referencia tenía mucha importancia en el barrio, pues al no tenerse agua corriente en las casas las mujeres iban a ella a lavar la ropa en unos lavaderos que se habían construido para tal efecto El día predilecto para lavar la ropa eran los lunes. Ese día estaban los lavaderos a rebosar e incluso habían colas. Allí mismo, al lado de ellas, tendían la ropa y ya se las llevaban limpias y secas para sus casas. Luego tocaba plancharlas con aquellas planchas enormes de hierro que se calentaban con carbón ardiendo en el interior. El día favorito para planchar eran los jueves.

La acequia era propiedad de La Heredad de Aguas de Gáldar y había un vigilante que se llamaba Virgilio que se pasaba todo el día yendo y viniendo por todo el largo de la acequia, para que no le robaran el agua durante su largo recorrido, desde los altos de Guía hasta Gáldar. También era el encargado de hacer la distribución a los diferentes accionistas.

Lo de los baños de los chicos tenía un riesgo, pues para poder bañarse hacían una especie de balsa con rolos podridos de plataneras para que subiera el nivel del agua, pues a veces el cauce, sobre todo en verano, no era muy cuantioso. Lo que sucedía luego era que Virgilio, cuando se encontraba cauce abajo, desde que detectaba la falta del agua tiraba a correr por la acequia hasta que daba con los chicos que la habían cortado para darse un buen baño. Entonces había que correr en pelotas con la ropa y el jabón lagarto bajo el brazo porque siempre llevaba una vara de mimbre que al que cogía se la dejaba señalada en el culo. La verdad es que casi nunca sorprendía a ninguno pues los bañistas apostaban a un vigilante que les avisaba con tiempo de la llegada de Virgilio, que se cogía unos cabreos enormes.

A la muerte de mis abuelos, los herederos vendieron la casa a una prima que la dividió y vendió la parte trasera, la mitad más o menos. Yo creo que con esa venta recuperó con creces la inversión en la compra. La parte delantera, donde vivía, ya era una casa bastante grande y a su muerte al no haber tenido hijos la donó al Ayuntamiento de Guia que recientemente la ha transformado en “Centro Polivalente Casa Margarita”, en honor a su nombre, que acoge actividades de tipo “Socio-Culturales y Formativas”.

!Por fin un local donde reunirse!.

Y esta es a grandes rasgos como era la vida en mi barrio en aquellos tiempos. Hoy en día el barrio tiene de todo y está muy bonito. Hasta las distancias parecen más cortas con el asfaltado de sus calles, las cuales ya tienen incluso  nombres.