Siempre quiso volar. Soñaba surcar los cielos, dormitar sobre las nubes, conversar sobre sus vuelos con las águilas.
Una mañana vio su silueta en el embravecido mar y se gustó; deseaba conocer qué había más allá, tras lontananza, la línea azul que tenía prohibido cruzar. Su curiosidad hizo que se mirase una y otra vez en la estela plateada que dejaba la luna sobre el mar y se enamorase de su propio reflejo. Se hacía muchas preguntas que no acertaba a comprender, en especial no se explicaba cómo surgía la vaporosa espuma de mar que tanto le gustaba.
De repente notó una mirada clavada en la suya, era la de un pez que con gallardía se acercó a la orilla; se observaron mutuamente; nunca antes había sentido nada igual y se enamoró de aquella forma de contemplar el mundo desde esos ojos fríos. El pez le enseñó a amar el mar, las olas y a retozar sobre la mágica espuma bajo un cielo cubierto de estrellas las noches más cálidas del verano.
Durante los siguientes meses se zambulló una y otra vez en las tímidas olas que se acercaban a la orilla. Cuando descubrió el sabor salado de sus aguas no podía entender cómo su vida había sido tan insípida. Le parecía imposible el vivir ya de otra manera.
Un día, de repente, sin avisar, el pez se fue alejando; la orilla no era el lugar donde podía sobrevivir durante mucho tiempo un pez de alta mar. Por más que le buscó fue imposible encontrarle de nuevo. La sal que había en su cuerpo se evaporó a través de sus lágrimas.
Ya no podía mirar al mar sin pensar en su amigo y llorar.
Cuando sus ojos estuvieron secos de esperanza se acercó tímidamente a la orilla, dio media vuelta, y volvió sobre sus huellas.
Estaba tan triste que se había olvidado de cómo volar. Una gaviota nunca debió desear zambullirse en el mar.
Inma Flores © 2016