Por fin había llegado el fin de semana tan esperado. Una maravillosa excursión a la isla de La Palma, durante toda una semana, la Semana Santa, junto a dos profesores, algunos de mis compañeros de clase y de la clase de al lado, aguardaba.
Después de tanto rogar y rogar, mis padres me dejaron ir; es más, me compraron un saco de dormir, una cantimplora de metal, cubiertos y platos de acampada… ¡Increíble, al final accedieron tras un mes insistiendo! Y allí lo llevaba todo, junto a una gran mochila llena de prendas de abrigo y algo de ropa para cambiarme. Estábamos todos en el aeropuerto, temprano, esperando la salida del avión.
En el rostro de mis padres aún notaba, cuando cruzaban sus miradas, que se seguían cuestionando si hacían bien dejándome ir. Me dio mucha rabia, pues a mis dieciséis años ya me siento una persona mayor y responsable. ¿Cómo querrán que se lo demuestre? No fumo, estudio, no bebo… salvo algún cubatilla de vez en cuando o una copita de vino… apenas tomo alcohol. ¡Nunca he probado un porro! Y no me voy con chicos…
- Atención, la salida del vuelo 605 con destino a Santa Cruz de La Palma está prevista para las seis y treinta. Señores pasajeros, pueden pasar a embarcar por la puerta número 7— Se oyó por los altavoces.
Todos cogimos nuestros bártulos y nos dirigimos a la puerta de embarque. Hasta allí me acompañaron mis padres, nos dimos un beso y subí al avión con una alegría y un sentimiento de libertad que no había experimentado antes.
Mi asiento estaba ubicado junto a la ventana, al lado mi amiga Carla, y detrás dos de nuestros compañeros de clase, Juan y Pedro, que se pasaron el vuelo contando chistes muy, muy malos. En cuanto el avión aterrizó todos estábamos agolpados en la puerta deseando salir. Nos dirigimos a una guagua que estaba aparcada en la puerta del aeropuerto, esperándonos, y comenzamos la marcha.
La profesora, Sara, tomó el micrófono, y comenzó a explicarnos los lugares por los que pasábamos. De vez en cuando se lo pasaba a Ignacio, el profesor de Naturales, que hacía que nos fijásemos en el tipo de vegetación y de tierra que había en cada pueblo, algunas arcillosas, y sobre todo, mucha montaña que se había formado por las erupciones volcánicas de las islas, y completamente cubiertas de picón.
Nos dirigimos a El Paso, donde teníamos permiso para acampar, un lugar a unos 650 metros sobre el nivel del mar y con una preciosa vegetación.
Paramos en el pueblo para almorzar, y tras dar una vueltecita viendo el pequeño lugar, nos dirigimos otra vez a la guagua que nos dejó al borde de la carretera, en las afueras. Caminamos un poco y fuimos a parar junto a una antigua mina de agua. Allí mismo fuimos abriendo las tiendas de campaña donde pudimos. A mí me tocó con Carla y a nosotras se nos unión Toñi. Colocamos todo dentro de la tienda y nos dirigimos a hacer una primera “exploración” del terreno.
Fue impresionante cuando entramos en aquella cueva. Había un riego con el agua que aún brotaba desde las entrañas de la tierra. Nos arriesgamos a probarla y estaba exquisita, fría… Comenzamos a jugar y a mojarnos un poco hasta que la profesora, Sara, nos llamó la atención.
Una vez fuera, los chicos ya habían comenzado a encender una hoguera, tras limpiar muy bien el terreno donde se hizo y bordear con piedras el contorno de los pequeños troncos.
Entre risas y fiestas, cenamos, eso sí… acompañados de un poco de vino para calentar el estómago y combatir la humedad.
Al día siguiente, muy temprano, nos despertaron los primeros rayos de sol y el ruido de Juan y Pedro, que habían comenzado a gastar algunas bromas, esta vez mojando a su compañero de tienda, Mario, que salió a gritos detrás de ellos. En las carreras Mario resbaló al pisar los rastrojos y se dio un enorme golpe donde la espalda pierde su nombre, ese rabito que tanto “placer” produce… y no paró de quejarse en toda la mañana.
Al rato nos dirigimos caminando monte abajo al pueblo y dimos con una finca donde se cultivaban los morales y moreras, con cuyas hojas se alimentaban orugas para la producción de seda. No teníamos ni idea que en las Islas Canarias se fabricase algo tan exquisito como la seda; fue una gran sorpresa que nos tenía guardada Nacho, el profesor de Ciencias — yo le conocía por Ignacio, pero tras un día de convivencia la mayoría comenzamos a llamarle Nacho. Fue toda una experiencia ver cómo las orugas tejían sus capullos, que según nos comentaron, tardaban entre cuatro y cinco semanas. Una vez tenían tratados los capullos se hilaban en unos tornos muy antiguos, como antaño, hasta formar madejas que coloreaban con tintes naturales como los de cochinilla, eucalipto o cáscaras de almendra o nueces… Luego las artesanas tejían en un telar pañuelos, fulares, corbatas… que se exhibían, orgullosas, en una salita, a la salida de la finca. Todos quedamos maravillados.
Fue un viaje inolvidable… pero algo me impresionó mucho más, además de ver la pista de la única discoteca del pueblo, llamada Hexágono, que eran tan pequeña que en ella sólo ponía “hexagon” —y no porque estuviese en un idioma extranjero, sino porque no cabía el nombre completo—: nosotros, que veníamos de una de las mejores zonas turísticas de las Islas, donde habitualmente disfrutamos de discotecas, como la Beach Club, donde se puede salir a la zona de la piscina donde disfrutar de la luna y las estrellas junto al mismo mar, o incluso sentir la sensación de una pista de baile que se eleva… aquello nos parecía haber recorrido el túnel del tiempo.
La noche del jueves vinieron al camapamento un grupo de jóvenes del pueblo que habíamos conocido en uno de nuestros recorridos a cenar con nosotros. Preparamos una cena lo más especial que pudimos, regada con algo de alcohol y algún que otro porro que rodó de mano en mano. Cuando el ambiente estaba más relajado, y tras contar muchos chistes (tantos que casi se hicieron eternos) y algunas anécdotas, los chicos de El Paso nos contaron la leyenda de los dos brezos:
- Hace muchos años, antes de la conquista de esta isla, en 1492 —comentaba Tomás Felipe, uno de los chicos del pueblo— vivían dos hermanos gemelos en el Barranco de la Hermosilla, cerca de un bosque. Estos niños fueron criados por un hombre muy triste, horado y bastante huraño, pues eran huérfanos desde temprana edad. Este hombre, sacerdote, les atormentaba constantemente diciéndoles que “los pecados de los padres pasaban a sus hijos”. Estos niños crecieron, dedicándose a labores de pastoreo, y se hicieron hombres.
Una noche escucharon lamentos envueltos en el murmullo del viento que ese invierno azotaba la zona. Uno de ellos salió a indagar, pensando que podía ser algún animal herido y asustado y regresó con una joven muy hermosa, que se había perdido en medio de la noche. Ambos se sintieron atraídos por la mujer, risueña y muy hermosa, la más hermosa que habían visto nunca. A la mañana siguiente ella partió para su casa, y ellos la visitaban con frecuencia, obsequiánd
ola constantemente con frutos, flores, todo lo que podían. Ante el halago que sentía la muchacha, en vez de decidirse por uno de los hermanos, fomentó la pasión en ambos. El viejo hombre que les había cuidado desde la infancia, adivinando lo que sucedía, les relató una historia que hacía presagiar la tragedia pronta a acontecer; les contó que “antaño dos hermanos se habían enamorado de una misma mujer; ella eligió a uno de ellos, provocando los terribles celos y la ira del otro, que la misma noche de bodas forzó a la esposa de su hermano y la dejó embarazada de gemelos, para posteriormente batirse en duelo con su propio hermano. Ambos fallecieron en la pelea. La joven se sintió responsable del fatal desenlace y juró que jamás sería de nadie más. En el lugar de la pelea, donde derramaron su sangre, brotaron dos hermosos brezos, que crecieron frondosos y entrelazaron sus ramas. Nueve meses después, la joven dio a luz a dos hermanos gemelos, que sois vosotros, y falleció tras el parto”.
A pesar de las advertencias del anciano, la historia se repitió de nuevo. Esta vez el joven rechazado mató a su hermano una semana antes de la fecha prevista para la boda. Acto seguido se fue en un barco a América, antes de que le detuviesen y nunca más se supo de él.
De la joven, lo último que se supo fue que se adentró en el bosque, en este mismo bosque donde estamos ahora.
Tras la historia de Tomás Felipe, todos quedamos enmudecidos, y casi no fuimos capaces de articular palabra. Nos despedimos y nos fuimos a dormir. Ellos se repartieron entre las tiendas de los chicos y el ruido de la noche se apoderó del campamento.
Ya de madrugada tuve ganas ir al baño. No sabía qué hora era, estaba todo muy oscuro, pues la luna estaba oculta tras unas nubes. Cogí una bolsa y papeles de periódicos y me dirigí con una linterna a la cueva, que tenía muchísima profundidad, y ni aún de día logramos explorarla. Me adentré un poco en ella y me dispuse a colocar la bolsa, los papeles de periódicos y demás con la finalidad de aliviar mi vientre.
En ese instante una brisa me acarició el rostro. Era la primera vez que sentía corriente allí dentro. Es más… no había posibilidad de corriente. El agua brotaba desde las mismas entrañas de la tierra y no había ninguna otra posibilidad de entrar o salir salvo el hueco que formaba la parte principal. Tampoco había peligro de escape de gases, el profesor, Nacho, se informó muy bien en el Cabildo de la isla, para no correr riesgos.
Mi piel se erizaba, sentía frío… a pesar de estar bien abrigada.
Escuché un ruido extraño… y una voz que parecía decir:
- Dejen descansar en paz a los muertos.
En ese instante, noté como mi cuerpo expulsaba las aguas menores. Volví a sentir esa ligera caricia del aire en mi rostro, esta vez un poco más fuerte… y ya a la tercera se movían mis cabellos.
- Dejen descansar en paz a los muertos. No juegues con el corazón de nadie.
Sentí más escalofríos aún, y miedo… mucho miedo… tanto que me desmallé.
A la mañana siguiente, escuché cómo gritaban mi nombre fuera de la cueva, no podía moverme, y grité:
- “¡Estoy aquí, estoy aquí! — palabras que continuaba repitiendo hasta que me llegaron a mi lado— No van a creer lo que me ha ocurrido… no lo van a creer.
- Por supuesto que sí — dijo Carla— jajaja… has resbalado con el agua de la cueva y te has caído… menudo remojón tienes…
En ese instante comprendí que efectivamente nadie me creería… salvo quizás los chicos del pueblo, por lo que decidí callar esta historia, hasta el día de hoy, que os la cuento.