«A pesar de su aspecto gallardo y azul, su alma era negra y pegajosa, como alquitrán. Se quiso enamorar cien veces, y una vez más, pero nunca se lo permitió. Sabía cómo usar la llave de la felicidad, y en vez de hacerlo para abrir el cerrojo que le impedía ser libre de verdad, se la tragó mientras gritaba que era imprescindible tener sus manos desocupadas para ser feliz. El herrumbe se apoderó de sus entrañas y se lo fue comiendo poco a poco, desde el interior, hasta que sólo quedó un cascarón sembrado de sonrisas tristes»
Irene Bulio ©