EL ENCUENTRO

¿Cómo  pensarnos –dime– entonces
desde un pretil sin rumbo ni distancia,
con qué camino a oscuras hallarías mi voz
y yo podría acaso
nombrarte para asirnos locamente en la niebla?

Tú no tenías rostro,
pero yo ya te amaba sin saberlo;
eras el sol y lluvia de mi vigilia en ascuas.
Y sin saber tampoco tú de mí
me querías también.
Yo era el desvelo tuyo en la alta noche,
la imagen inasible de tu tacto.

En ese tiempo tú y yo moríamos de amor
ajenos a nosotros, abrasados sin término
en un anhelo que brotaba
real como la vida;
bebíamos, sin más, de la llama del dios,
de su naturaleza, su sustancia inmortal.

Y fue hallarte al azar, y saber que eras tú;
y tú advertir de pronto al verme
que era yo el que granaba tu silencio.
Como un río que surge a borbotones
oímos cada uno el clamor de los rápidos
de aquel latir ungido desde siempre…

Supimos del encuentro
que somos, sin querer, lo que soñamos,
que el sueño es un disfraz tan sólo si nos vive.

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