Dejarse morir

Notaba cómo se le acababa la vida. Apenas podía respirar, se asfixiaba. Hacía tiempo que decidió cerrar los ojos, pero no encontraba el instante.
Bajaba lentamente el párpado, quería escapar de aquel cuerpo, de aquella situación, de aquel instante en el que ya no se sentía vivo.  Sus pies apenas tenían energía para dar algunos pasos, ya no le apetecía comprar el periódico para leerlo cada mañana, como hacía antaño.  Ni siquiera el olor a churros recién hechos y que traían su hijo, que tanto le gustaban desde la niñez, hacía que su corazón se acelerase y sus papilas gustativas reconociesen el sabor aceitoso de tan exquisito manjar. Durante muchos años felices fue el desayuno de cada domingo.
Los días se avecinaban grises. Ya no conocía cuál era la canción de moda, a pesar de tener la radio puesta en los «cuarenta principales». En su mente sonaba una y otra vez las canciones de Pimpinela que escuchó en su juventud.  Engullía la tristeza garganta abajo, con su tibio sabor salado, y se sentía morir, lentamente,  respirando muy despacio. Así concurrían la mayoría de sus días. Los sueños de futuro se convirtieron en el infierno más  cruel que atormentaba cada instante.
¿Qué había hecho o dejado de hacer para estar allí, ahora, en ese momento perpetuo  donde el dolor y la soledad compartida lo inundaban todo?
A veces hay que morir para volver a nacer. A veces hay que soñar, o volver a soñar de nuevo, o aferrarse a un nuevo sueño…  A veces basta con huir del dolor, de la nada, de la pastosa monotonía que lo inunda todo.
Alguna vez te puedes despertar pensando que has muerto y no has vivido. ¿Cuántos años le quedan a este cuerpo para ir perdiendo la vida, despacio, sin alegría ni color, sin música ni risas, sin carcajadas compartidas, sin un café para dos almas que se han unido a besos, sin visitar jamás esos lugares de los que guardaba fotografías en el cajón del escritorio, sin haber disfrutado esa música nueva que sonaba en la radio, sin haber bailado en los lugares de moda, sin sentirse inundado de besos, sin llenar el cuerpo de la persona amada de su aliento….
La persona amada, ¿amada?, ya no sentía lo mismo, quizás tan sólo la quería y también había aprendido a quererse a sí mismo, a modo de subsistencia, muy despacio…
Ese día el rayo de luz que entraba por la ventana tenía otro color, se levantó meditabundo, fue al cuarto de baño y no salió sin afeitarse ni ducharse,  se vistió con su camisa de la suerte y unos vaqueros raídos; salió a la calle, caminó a modo de paseo hacia el mar, y frente a él, en un terraza, se pidió un café bien fuerte. Dejó atrás su tristeza. Enterró el sufrimiento. Colocó el R.I.P. en sus miedos y volvió a nacer, volvió a sentir el latido, inspiró la vida con aroma a mar y ya descalzo paseó por la arena húmeda, sintiendo cómo sus pies no pisaban un lugar sólido, pero sí agradable. Agradable, ese era el sentimiento que le inundaba al comienzo de una nueva vida. A veces tenemos que morir para volver a nacer de nuevo, para que el miedo y los apegos no impidan ese parto, y ese pacto con la vida.
 
Inma Flores © 2019

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