Comencé a estudiar en la escuela de El Palmar en septiembre de 1966, con 6 años, más limpio de saberes académicos que una tabla. Hasta entonces había vivido feliz, aprendiendo cosas de campo y tradición que aún hoy me sirven para mis escritos.
A los tres meses sabía leer y escribir como un doctor en filosofía. Tamaña proeza debía premiarse de alguna manera, y en una visita solemne de las que acostumbraba a hacer la inspectora doña Mª Paz Sáenz, después de hablar en voz baja con mi maestro me ordenó subir a una mesa, pronunció unas palabras que debieron ser grandilocuentes pero que recuerdo aterradoras, y puso en mis manos infantiles un libro; el primer libro que, excepción hecha de “Parvulitos”, era realmente mío.
El libro era “Alma Serena” de Ignacio Quintana Marrero, y durante meses fue mi diversión preferida repetir una y otra vez aquellos versos que tan musicalmente sonaban y que, con emoción contenida, leía a todo el que quisiera escucharme. Puedo decir, con orgullo, que aprendí a leer con aquel libro que aún conservo, y que brotó del buen hacer y de la sensibilidad de un terorense del que celebramos este año el centenario de su nacimiento.
Ignacio Quintana nació en Teror el 25 de mayo de 1909, hijo de don Francisco Quintana y de su segunda mujer, doña Felisa Marrero. Descendiente de una ilustre familia, implantada en la isla en el mismo momento de la conquista, los Quintana llegaron a Teror con el matrimonio, a fines del XVI, de don Blas de Quintana y Cabrera, Regidor Perpetuo de la Gran Canaria, con doña Isabel Pérez de Villanueva, Camarera de Nª Sª del Pino. Con tales raíces, las ramas debían ser, por obligación, copiosamente fecundas.
La acendrada espiritualidad familiar y el ambiente que rodearon su andadura vital los primeros años, lo condujeron, como a otros muchos jóvenes de los campos canarios, a las aulas del Seminario, pero “retornó al siglo” y a la Villa al cabo de algún tiempo –tal como escribiera Joaquín Artiles en el prólogo al Breviario Lírico- “enfermo de poesía y, tal vez, enfermo también de amor…”
De la enfermedad física, sanó. La enfermedad del alma; el afecto sensible, profundo, hacia la poesía, la familia, el trabajo,… le duró toda la vida.
Del afecto hacia su tierra natal y la Virgen del Pino nacieron infinidad de actuaciones que conllevaron desde el aumento y mejora de las Fiestas del Pino (fue su primer pregonero en 1948), las gestiones para la construcción del Instituto, el Himno Popular de 1955, sus libros y poemas.
Del la pasión hacia su trabajo destacó su excelente labor como periodista interesado en promover y propagar las excelencias de la isla, su pulcra actuación durante años como Presidente de la Asociación de la Prensa de Las Palmas, etc.
De la querencia profunda hacia la literatura, sus obras: Arpa de las Islas, La Virgen del Pino en la Historia de Gran Canaria.
Y del intenso amor hacia su esposa (doña Margarita Carlo Quevedo, miembro de una destacada familia de Las Palmas) y sus hijos, surgió una familia que ha prolongado su herencia de valores, respeto, trabajo y afecto hasta un siglo después de su nacimiento. Por algo, el libro con el que aprendí a leer poesía lo dedicaba a : “Gloria, Ignacio Xavier, Margarita Dolores, María del Pino, Francisco José. Los cinco mejores versos de mi lírica mejor”, una expresión tan hermosa que sólo podía surgir de un corazón, a la vez sensible y fuerte, como fue el de don Ignacio Quintana Marrero.