Ver a mis padres hojear con sus nietos los grandes álbunes llenos de fotografías, de maravillosos recuerdos. Ellos mis sobrinos, hojean de rodillas junto a ellos, los abuelos que dan nombre a los rostros que aparecen en las imágenes amarillentas. Adiós a los grandes álbumes llenos de fotografías que conservan la memoria de las generaciones familiares. Y adiós a las tardes con los amigos, convocados a una cena de pizza y cerveza que terminan con una sesión para admirar las fotografías del último viaje fuera de la isla.
Todo ha terminado. Ahora solo hay que asegurarse de que el teléfono está en el modo correcto, colocar el palo del selfie, estirar el brazo, enfocar y listo. El selfie está servido. Listo para viajar en Facebook, Twitter, Instagram, para dar a ‘me gusta’, crear ‘tags’ o emoticonos. ¿Y luego qué? Después, quien se ha visto, ya se ha visto. Y queda muy poco de esas fotos hechas y publicadas en la web. Tal vez el recuerdo, sin que haya tiempo y paciencia para encontrarlos en la memoria obstruida del teléfono o en una nube digital.
En mi último viaje los subsaharianos poblaban los puntos más turísticos, vendían y hasta alquilaban palos de selfie, todo vale con el fin de que una familia comiera esa noche. Nosotros los Canarios estamos acostumbrados a convivir con los migrantes, nuestros antepasados lo fueron. El discurso oficial es el de son malos, criminales, delincuentes y vienen a quitarnos el trabajo.
Entre los millones de migrantes que se mueven anualmente por el mundo, algunos conseguirán tener una vida digna, un trabajo bien pagado, sus papeles en regla, sus sueños cumplidos. Pero seguirá habiendo demasiados que vivirán bajo el yugo de las mafias, lo que a su vez permitirá que también nosotros disfrutemos indirectamente de su explotación. Antiguamente se llamaba esclavitud. Hoy ya no arrastran cadenas, simplemente cargan con el palo del selfie y te lo venden o alguilan. Y nosotros sonreímos para la foto.