Hacían queso, potaje, sancochos, lavaban la ropa en el agua fría del fondo de los barrancos, criaban a sus hijos y luego a sus nietos y bisnietos, recogían las cosechas, segaban, ordeñaban los animales, cortaban y confeccionaban la ropa, la remendaban, educaban a su prole, les enseñaban la doctrina y la forma correcta de tratar a los demás, con los míseros sueldos de sus maridos compraban, preparaban las dotes de sus hijas, ahorraban para el primer televisor o la primera nevera, limpiaban sus casas y las iglesias, barrían los caminos y los patios, iban a buscar el agua a los nacientes, fregaban y planchaban, aguantaban borracheras, callaban lo malo y pregonaban lo bueno, cuidaban las enfermedades de sus parientes y los de sus maridos, caminaban hasta la cumbre a comprar huevos para mercar con ellos, preparaban todo lo necesario para las primeras comuniones y bodas, y con una perra chica daban sustento, educación vestido y dignidad a toda su familia….
Las admiré de pequeño y sigo admirando su lucha callada, tranquila, serena, casi sin derecho a nada que no autorizase el padre, marido o hijo. Y todo desde un profundo y sincero amor a la familia y a los valores más íntimos del ser humano.
Mi admiración y respeto a ellas y a todas las que en la actualidad siguen siendo las verdaderas y ocultas columnas de las familias terorenses.