Esta anécdota me la contó un amigo aldeano a quien le gustaba echarse sus chascarrillos contando anécdotas de la gente de su pueblo. Yo creo que las cultivaba porque estuvo afincado muchos años en Estados Unidos de América, y por tanto echaba de menos a su terruño, a sus gentes.
Esta historia ocurrió allá por los años cincuenta del pasado siglo, y por razones obvias cambiaré el nombre de los protagonistas, que no afecta para nada el sentido de la vivencia..
Maestro Antonio era un hombre muy conocido y respetado en su pueblo, La Aldea de San Nicolás, o simplemente La Aldea como todos la llamaban. Estuvo muchos años trabajando de encargado en unos almacenes de empaquetado de tomates y eso era un buen empleo que ademas de ganarlo bien le daba mucho poder y prestigio en el pueblo, pues hay que tener en cuenta que la mano de obra la contrataban los encargados directamente, por lo que de ellos dependía que una persona tuviera trabajo o no. Deben saber que en aquella época en La Aldea se vivía prácticamente de las zafras de los tomateros y de la pesca. No había otra industria donde trabajar, salvo que tuvieras un trozo de tierra y vivieras de ella por tu cuenta.
Como es de suponer, a la pesca se dedicaban la mayor parte de los hombres y a la zafra de los tomateros las mujeres y también algunos hombres que realizaban las labores más pesadas.
Era de alguna manera conocido en el pueblo, aunque todos lo silenciaban, que se cometían muchos abusos de tipo sexual por parte de algunos de esos encargados con algunas mujeres, pues a veces era tan importante el trabajo que terminaban accediendo a sus peticiones y maestro Antonio era uno de ellos. La recompensa era que a esas pobres mujeres nunca les faltaba el trabajo y eran las últimas en despedir cuando la zafra iba acabando, por lo que se aseguraban trabajo casi para todo el año, pues aunque la zafra duraba unos seis o siete meses, siempre habían faenas que hacer como desmontar los atados, preparar la tierra y los almacenes para la siguiente temporada, hacer la siembra, preparar tiras para los atados, hacer seretos, etc. etc.
Pero claro, los años pasan para todos y lógicamente también pasaron para maestro Antonio que se retiró con algo más de los setenta años. El pobre hombre tuvo la mala fortuna que a poco de retirarse se enfermo del corazón. Como era tan conocido en el pueblo todos querían verle para desearle una pronta mejoría, por lo que su mujer y una hija solterona que vivía con ellos, estaban seriamente preocupadas porque como recibía tantas visitas tenía que hablar mucho y se emocionaba y lógicamente su corazón se cansaba y se aceleraban sus pulsaciones y como consecuencia de todo ello se le subía la tensión arterial.
Como quiera que él no hacia caso a nada que le dijeran su mujer y su hija, decidieron consultárselo a don Lorenzo, que así se llamaba el médico que le visitaba con bastante frecuencia, pues al llevar muchos años en el pueblo se habían hecho buenos amigos, sobre todo de partidas de dominó.
Un día en que el doctor le fue a visitar por demanda de su esposa e hija, le ausculta y le toma la tensión y comprueba que la tenía muy alta y decide ponerle un tratamiento algo severo, ya que además se da cuenta de que había subido de peso, pues lo que maestro Antonio no había perdido era el apetito y claro al estar todo el día entre sentado y acostado sin hacer apenas ejercicio salvo sus pequeñas caminatas dentro de la propia casa, había cogido unos cuantos kilos. Había que ponerle un régimen de comidas porque cuantos más kilos cogíera más alta tendría su tensión arterial y más riesgos se corrían. Así qué le escribe en una receta el régimen de comidas que tenía que llevar y se lo da a la hija pues la mujer no sabía leer. Cuando el médico ya iba saliendo de la habitación le recalca: «y no lo olviden, el desayuno solamente un café con leche desnatada». Maestro Antonio, acostumbrado a comerse en el desayuno una escudilla de leche de cabra acabada de ordeñar con gofio de millo le grita: «Don Lorenzo y no puede ser con un cacho de pan «masquesea», ande hombre y lo dejo ganar al dominó».
La mujer y su hija, más algún vecino que se encontraba presente, se partían de la risa al ver las amarguras de maestro Antonio con su desayuno. La mujer sin parar de reírse le grita: «p’os deja que veas el resto de las comidas», a lo que contesta maestro Antonio, seriamente preocupado, «este hombre no quiere que me muera del corazón, pero me va a matar de hambre».
De esta manera transcurría la enfermedad de maestro Antonio, entre subidas y bajadas de tensión, hasta que don Pedro, el cura del pueblo, decide visitarle después de haberse enterado de lo malito que estaba.
Maestro Antonio no era un hombre de curas ni de iglesias, pero siempre tuvo un respeto con la religión católica y algunas veces, sobre todo por las fiestas del patrón San Nicolas, iba a escuchar alguna misa con su mujer y su hija, también con la intención de encontrarle algún novio que nunca apareció.
Pues bien, un día se presenta en la casa don Pedro el cura y después de interesarse por su enfermedad y establecer una conversación informal sobre el trabajo, el tiempo, si llueve o no llueve, tan importante para el pueblo, le pregunta si quería confesarse. Esto le coge de sorpresa a maestro Antonio y le dice que le dé un poco de tiempo; que estas cosas hay que pensarlas. Don Pedro le responde que el tiempo siempre es relativo y más cuando se tiene un problema como el suyo. Que es preferible estar preparado para cuando Dios nos llame, pero eso es un asunto que es usted quien tiene que decidirlo. Yo en su lugar me confesaría y comulgaría para estar tranquilo. Ante tal razonamiento, pensó maestro Antonio que confesar y comulgar no le iba a hacer ningún daño. Así qué accedió a ello.
El hombre realmente estaba ya muy mal, habían pasado ya un par de años desde que cayó enfermo y se iba deteriorando cada día más, por lo que su mujer y su hija trataron de racionalizarle las visitas siguiendo el consejo del médico. A los únicos que él deseaba ver a diario eran a los amigos de las partidas de dominó, pues son los que más le entretenían. Un día, a media tarde, al día siguiente de haber confesado y comulgado, le anuncia su hija que doña Elvira quería entrar a verlo. Maestro Antonio empieza a recordar a doña Elvira, su preferida de muchos años atrás, con lo guapa y buena que estaba y la de veces que se la había beneficiado. Al cabo de unos momentos le dice a su hija: «Mira mi niña, ve y dile a doña Elvira que será mejor que no entre porque estoy en gracia de Dios».
Y así acabó la historia y la vida de maestro Antonio, que falleció algún tiempo más tarde.
En muchas cuestiones, la vida laboral de maestro Antonio era muy parecida a la de otros encargados. Se aprovechaban de las circunstancias personales de algunas mujeres para satisfacer sus deseos de tipo sexual..
Como comentario del autor para aquellos jóvenes que no conocieron La Aldea de entonces, quiero decirles que este pueblo tan hermoso siempre estuvo olvidado de todas las Administraciones, tanto provinciales como estatales, hasta tal punto era el abandono que a sus agricultores les era más cerca y económico ir a vender sus productos a Tenerife que a la ciudad de Las Palmas. Pero claro las grandes cantidades de tomates que se producían había que llevarlas al Muelle de la ciudad de Las Palmas para su embarque a los diferentes países que nos compraban.
Había que ver aquella carretera robada al risco y sin asfaltar, en la que por muchos sitios era tan estrecha que no se podían cruzar dos camiones o vehículos grandes, motivo por el cual se avisaban haciendo sonar sus bocinas para realizar el cruce en los espacios habilitados para tal fin. Les aseguro que daba miedo pasar por ella y si es de noche mucho más; y eso lo sé por propia experiencia. Recuerdo que mi abuelo, ya jubilado, cuando iba a pasarse unos días en casa de su hijo en La Aldea, prefería ir en barquillo por Sardina de Gáldar.
Cuando se estaba en la última fase de la tramitación del trazado de la nueva carretera, la de información pública, para luego salir a concurso y ejecutarse, los ecologistas estaban indignados porque decían que se iría a acabar con no se que especie de pájaros que al parecer hacían sus nidos por esa zona. Con tal motivo estaba un joven ingeniero recogiendo firmas en La Orden del Cachorro Canario, a la que pertenezco, para tratar de cambiar el trazado de dicha carretera, lo que supondría un nuevo retraso de años. Cuando me preguntó si yo quería firmar le dije: “Usted donde debe ir a recoger firmas es a La Aldea, que llevan más de cincuenta años esperando por esa carretera”. Agacho la cabeza y no volví a verle más.
Afortunadamente la primera fase de El Risco a La Aldea ya se terminó y es una gozada y está en estudio la segunda fase de Agaete a El Risco. Cuando esta última fase esté acabada se podrá ir a La Aldea a tomar café.