El dolor de pecho era tremendo. Me dirigí al cuarto de baño en aquel centro comercial. Al echar el fechillo no podía respirar, se me había cerrado la garganta.
Imaginé que buceaba mientras mis pies se dirigían a una columna en el pasillo. No pude gritar.
La dependienta de la heladería cruzó la mirada, pero no se acercó.
Él vino hacia mí, me vio a punto de desfallecer, pero giró su paso hacia el cuarto de baño de caballeros (él no lo era ni lo fue jamás) y no me socorrió.
No sé cuánto duró aquel infierno.
Unas semanas antes descubrí su infidelidad. Me encaré y lo negó. Aquellos arañones en sus nalgas decían lo contrario. Fue muy desagradable, yo acariciándole mientras hacía el amor y él follando. Sí, follaba. Jamás amó a una mujer, a pesar de tener en sus labios el dardo adecuado para enamorar.
Días después monté un espectáculo de celos “para que me dejara”; esos tiparracos suelen vengarse, lo sé, por eso le “cedí” la iniciativa.
Pero esa no fue mi venganza, fue que me viese feliz.
No lo soportó y halló una excusa absurda para dejar de hablarme.
Contacto cero, esa es la varita mágica.
Inma Flores ©