Al final iba a tener toda la razón don Julio, el profesor de psicología evolutiva, cuando en la facultad nos advertía que una de las características de la vejez era que se reducían las horas de sueño. Dicha característica pensé que no iría conmigo, acostumbrado a presumir de dormir como una manta.

Pero, de un tiempo a esta parte, Morfeo se estaba ausentado con demasiada frecuencia y, la falta de costumbre generaba en mi inquietud y preocupación. Seguía evocando su presencia cada una de aquellas noches, que se hacían eternas, donde, después de tres o cuatro horas, se ausentaba sin más explicación. La puerta del vecino, el sonido al pasar la llave, la llegada del ascensor, el tronar de los de los aviones o el tic tac del reloj de la cocina eran, entre otras, las señales más habituales.

Morfeo comenzó a ser desplazado por Mnemosine, que en ocasiones venía acompañada de Calíope. Las funciones superiores de mi cerebro comenzaron a conjurarse; percepción, memoria e imaginación danzaban al unísono en aquellas noches de insomnio. Percibí un cuerpo sin alma, imaginé un “miembro fantasma,” en los espacios vividos que dejaron huella en el devenir de este sexagenario.

Jamás pensé que la falta de sueño se transformara en una experiencia importante. Los dilemas y las paradojas siempre habían estado presentes, pero, sin lugar a duda, éste era todo un reto, reto que había dejado paso a la seducción de la existencia, aquel que había hecho que pasará de escribir lo vivido y lo imaginado, como un recurso de síntesis sin el rigor de los formalismos.

No era la primera vez que me encontraba en la Villa que otrora fue Corte. La primera ocasión fue allá por julio de 1985. Ahora, treinta y cinco años después, aquí me encuentro de nuevo, nada más comenzar la segunda primavera de la COVID, por motivos estrictamente familiares, a la dicha de estar jubilado se sumaba la solicitud del que un día me llamó papá para luego ser jefe, y ahora, entre la realidad y el pitorreo, apodado como el asistente o el mayordomo.

A dos mil kilómetros quedó, la isla, el mar y parte de los míos. Como el título de uno de los temas del paisano Senante, era una gaviota en Madrid, habiendo respondido en el párrafo anterior a la pregunta machacona del estribillo de esta emblemática canción.

No formaba parte de mi equipaje los utensilios necesarios para pintar, más, si la imperiosa necesidad de observar, digerir y expresar ese cuadro que cada día nos ofrece la vida, me seguía obligando a utilizar la palabra y la imaginación que han sido el óleo en mi paleta, primero en el folio en blanco, y ahora en la pantalla de un ordenador, lienzo de la posmodernidad.  

Previa fugaz visita a los Jerónimos, nos dirigimos al Prado. Sin entradas para las Pasiones Mitológicas, “las poesías pintadas” tendrían que esperar otra ocasión, lo que no fue disuasorio para visitar la exposición permanente. Nuevamente Las Meninas actuaban de imán. Recuerdo que son tres las interpretaciones de este óleo sobre lienzo, la realista, la simbólica y la filosófica, esta vez intentaría que las tres se juntaran.

Nada más subir a la segunda planta, nos encontramos con la presencia de una joven delgada, de melena castaña, y escrupulosamente lisa sobre los hombros, vaqueros desteñidos y una camisa lino en tonos pastel por fuera del pantalón. Dibujaba a carboncillo algunos de los rostros femeninos que observaba en la pinacoteca. Solo rostros, descartando el resto de la escena. En una misma página se encontraban los rostros de La maja, Eva sin Adán, la condesa de Vilches, la infanta Margarita o Sofonisba Anguissola entre otras; con posterioridad, tal vez incluyera su autorretrato. ¿A qué esa fijación con los rostros femeninos? ¿Por qué los guillotinaba? Dicen que el rostro es la expresión del alma, quizá, por eso no necesitaba el resto, buscaba la esencia: la seducción, el misterio, la inocencia, la mirada altiva de la realeza o tal vez la melancolía de lo que pudo haber sido y no fue. Quizá, algún día, con el paso del tiempo, aparezca la cruz de Santiago pintada sobre su pecho por algún Felipe IV. Por lo pronto, sus rostros carecían de firma.

El gran lienzo se prolongaba más allá de la paleta y el pincel, se desplegaba por La Gran Vía, por Callao, por Preciados hasta adentrarse en Sol para refugiarse en el metro.

  • Sí, los chicos me llamaron ayer, siguen interesados en el piso. Ya les comenté las condiciones y están de acuerdo. Te ampliaré los detalles cuando llegue a la oficina. Me quedan dos paradas para llegar a Sol.

La llamaré infanta Margarita, evidentemente desconozco su nombre, sin lugar a duda, era el centro de todas las miradas de los que nos encontrábamos en aquel cuadro, perdón, en aquel vagón de metro por motivos y destinos diferentes.

José Nieto, sigue sin especificar su intención de entrar o salir de la escena, quizá perdió las llaves de su vida, era un cincuentón de complexión fuerte, con abundante pelo canoso alborotado, sus gafas iban y venían de la nariz a la abertura del polo que llevaba por fuera del pantalón. En un corto espacio se movía inquieto, cual león enjaulado. Escrutaba a Margarita, con una mirada lasciva. Evidentemente no era el aposentador real, probablemente careciera de cobijo afectivo y económico, un derrotado que no encontraba su lugar, no sabía si entrar o salir de la escena, mientras las puertas permanecieron cerradas, buscaba una luz que se le resistía.

En el otro extremo del vagón se encontraba Pertusato, llamaba la atención su extraña mascarilla con forma de cubilete, bajo una pantalla facial, desgarbado, de aspecto famélico, de mirada huidiza, con baqueros y camisa desabrochada, con una pierna sobre su bolso marrón y sujetándose con una mano. Ausente, en su mundo.

La germana, María Bárbara Asquín, Maribárbola, regresó de su destierro, y se movía por Preciados ante la indiferencia de los transeúntes, orgullosa y desafiante, con gritos difíciles de descifrar, golpeando las papeleras, reivindicando su paga, las raciones y las cuatro libras de nieve.

En la Plaza de Callao, el guardadamas, descalzo y sin camisa, movía los dedos, buscando una contraseña que le conectara con un interior, aparentemente, desconfigurado, cual cazador furtivo en busca de respuestas bloqueadas por falta de cobertura.

Al otro lado del móvil se encontraba María Agustina Sarmiento de Sotomayor, en la agencia inmobiliaria que ofrecía la jarrita roja de Tonalá a la infanta, mientras, una mariposa revolotea en su pelo. Los arrendatarios estaban dispuestos a pagar las cantidades estipuladas por aquel diminuto piso en el centro de Madrid.

En un primer plano, Margarita permanecía con los pies cruzados y seguía con la conversación con la que se había incorporado a la escena. Esta vez olvidó el guardainfante, todo lo contrario, lucía una falda corta y unos tacones impolutos color melocotón que le hacían juego con su blusa, una chaqueta blanca sutilmente remangada que dejaba a la vista sus apelotonadas pulseras y un reloj dorado con pinta de ser valioso, lucía unos llamativos pendientes azules, al igual que el esmalte de uñas. Toda una infanta afirmaría Velázquez.

Allí, como cada mañana, estaba Isabel de Velasco esperándola, junto a la escultura de   La Mariblanca, donde arranca la calle Arenal, reverenciando la llegada de la infanta que se había apeado en Sol y se encaminaba, ligera y a paso firme, hacia una la inmobiliaria próxima al Palacio Real, donde cerraría el negocio y seguiría ostentando el título de empleada con mayor número de contratos firmados.

Sus padres, Felipe IV y Mariana de Austria, fuera del cuadro, reflejados en las lunas de un conocido centro comercial, pasaban a un segundo plano, dejando el protagonismo y la osadía a la representación de aquello que no languidece con el tiempo: el poder, la envidia, la locura y la fidelidad.

Eres tú lector, el reflejo que contemplas en el espejo, estás ahí en la duplicidad de una mirada real, entre el cúmulo de incógnitas, cuyas respuestas desconoce la propia Margarita Coronae, que seguirá garantizando la continuidad de una dinastía. Burlando los límites de los puntos de fuga más allá de los muros del Prado, la intimidad de la escena palaciega se hace pública en el Madrid de los Austrias, clavando sus miradas en los transeúntes, en busca de una Alcázar inexistente. 

Cuadro dentro de otros cuadros, cuya misteriosa luz difumina la realidad del momento y nos adentra en el misterio de una intencionalidad metafórica.

Ahí queda esta alegoría, que reivindica un oficio que ha de ser descifrado, de la pintura que se transforma en prosa a merced de unos personajes que se resisten con el paso del tiempo.

¿Hemos terminado de posar? – Preguntó Marcela de Ulloa – Las doncellas y la infanta deben regresar a sus aposentos. De no ser así, infringiremos el rígido protocolo borgoñón.

Madrid seguía siendo el gran cuadro entre lo real y lo simbólico.