A cada uno de los dos le dieron un revólver. Los pusieron de frente, separados a una distancia considerable. El que lograra matar a su oponente, cobraría un buen fajo de billetes. El primero que disparase tenía dos opciones: abatir a su contrincante y ganar el dinero pactado o fallar y hacer que el opuesto adelantara cinco pasos y esperar su disparo. Así sucesivamente hasta que uno de los dos muriera.
Ninguno se atrevía a ser el primero. Hubo mucha tensión. Todos estaban atentos hasta que uno, con dolor en el alma, tiró a dar. La pistola falló y no hubo descarga. El otro, sonriendo, avanzó los pasos convenidos y, apuntando, disparó sin temores. La pistola tampoco funcionó. Extrañados, miraron hacia los organizadores. Ninguno entendía por qué algunos de ellos estaban brincando de alegría.
Les habían dado unas pistolas sin balas. Aquella era una simple tarde de apuestas en la que ganaría cuál de los dos apretaría el gatillo primero. Así son las guerras de la humanidad. Los que más beneficios han sacado, nunca han sido los que han tenido que empuñar las armas.