Aquel verano mi vida cambió para siempre. El sonido de aquella moto despertó las emociones más escondidas de mi cuerpo. Mi sexualidad. Tenía trece años.
Recuerdo que andaba de novelera, y digo esa expresión, y no otra, por ser la más suave que las criticonas de mi antiguo barrio usaban para ficharme. Estaba sentada con unos amigos sobre un pretil al borde de una cuneta, balanceando los pies, bastante aburrida, fabulando con mi futuro, cuando un sonido a lo lejos me sacó de mi distracción. Sonaba fuerte, poderoso, como de cafetera gigante. En serio, se oía a kilómetros. Y cuando pasó ante mis ojos, me enamoré. Azul, cromada, brillante, con unos espejos pequeños relucientes y dos ruedas del mismo color que el chasis; dos círculos perfectos para huir, quemando todo el pasado. Me pareció veloz porque pronto la perdí de vista. Sólo pude apreciar la zona por donde se alejó. Tenía que saber quién era aquella mujer, averiguar donde vivía y de donde había salido. Descubrir todo lo posible de su alada montura. Esa noche me fui a la cama con un único propósito: investigar.
A la mañana siguiente rondé la zona como vulgar espía, y cuando lo daba por imposible, de nuevo ese maravilloso sonido impregnó todo mi cuerpo, haciéndome vibrar a cada aceleración. Incluso el hedor a gasolina me excitó. Su pelo negro al viento acompañaba en total sintonía aquella silueta de moto pequeña, de libertad, de encontrarme conmigo como no había ocurrido hasta entonces.
Esa noche, cuando llegué a casa, le hice una confesión a mi madre. El ruido trepidante de una moto me acelera el pulso, y soy feliz.