Hoy les quiero contar dos historias de unos timadores profesionales que se aprovecharon de la inocencia y sanas intenciones de unas buenas personas de nuestra tierra. Espero que les guste pues a pesar de todo tiene cierta gracia. Por razones obvias utilizaré nombres ficticios de los protagonistas.
ANÉCDOTA N° 1.- Esta historia ocurrió a finales de los años setenta del pasado siglo y me la contó la propia víctima, con el que me unía y me sigue uniendo una buena amistad. Espero, que si algún día la llegara a leer y la identifica, no se enfade conmigo. Vamos, estoy seguro de que no le importará.
En el populoso barrio donde yo vivía en la ciudad de Las Palmas, hay un bar restaurante a cuyo propietario conozco desde que se instaló en la zona a mediados de los años setenta del pasado siglo.
Yo visitaba dicho restaurante-bar con alguna frecuencia, sobretodo los fines de semana y algún día después de acabada la jornada laboral, pues allí coincidía con otros amigos y terminábamos formando tertulia. También fui en alguna ocasión con mi esposa a comer o cenar algún fin de semana pues se comía bastante bien y tenía, además, buenos precios. El bar restaurante existe en la actualidad y no hace mucho tiempo lo visité a pesar de que ya no vivo por esa zona.
Un sábado al mediodía estaba yo solo tomándome una cerveza, acompañada de una de las exquisitas tapas que tenia habitualmente, cuando Nicolás, el dueño, se sienta a mi lado y me pregunta: Jorge, como tú por tu trabajo conoces a tantos propietarios de supermercados, de mayoristas, así como de mediadores en general, te suena el nombre de un tal Emiliano Santana. Le dije que no me sonaba de nada; que si era cliente de la empresa donde yo trabajaba era de los buenos, porque yo a quien más conocía era a los mal pagadores, pero de todas formas le dije que lo miraría en nuestros ficheros y que ya le diría. Me pico la curiosidad y le pregunté si había tenido algún problema con él. Se sonrió y noté cierta amargura en su sonrisa, al tiempo que decía que me iba a contar lo que le pasó con este tal Emiliano, con el ruego de que no se lo dijera a nadie. Naturalmente le dije que contara con mi total discreción.
Y empieza a contarme: Un día, hará unos tres o cuatro meses, a eso del mediodía aparece por el bar un señor muy bien arreglado, de traje y corbata, y se sienta en un taburete de la barra y pide un whisky de marca con agua fría sin gas. Se lo sirvo y le pregunto si desea alguna cosita para picar y me dice que no, que solo quiere tomar una copa o dos para luego irse a comer a su casa que no estaba muy lejos de aquí. Como en ese momento no había mucha clientela intercambié un par de frases con él y se presenta dándome su nombre, Emiliano Santana, y yo lógicamente le doy el mío y nos dimos un apretón de manos. Me preguntó si soy el dueño y poco más. Yo sigo atendiendo a otros clientes y el empleado le sirve otra copa igual a la anterior y una vez que se la toma, paga y se marcha.
Un par de días más tarde Emiliano aparece de nuevo en el bar, más o menos a la misma hora, sobre las dos y media de la tarde. Me saluda, se toma sus dos whiskys, paga y se va. Así cinco o seis veces más. Y claro, como siempre que venía nos poníamos a conversar, pues era un hombre muy ameno y educado, fuimos cogiendo cierta amistad. Me dijo que era Abogado y que era de Madrid, que se había casado con una canaria y llevaba varios años viviendo en esta ciudad. Que un amigo le había hablado muy bien de este bar-restaurante diciéndome que era muy discreto y limpio y que por eso había venido.
Un día me pregunta que quién era mi proveedor habitual de bebidas. Le digo el nombre del mayorista que me suministraba y me contesta que lo conocía, pero que estaba perdiendo mucho dinero comprándole a él. Que si a mí me interesara él me conseguía una partida de toda clase de bebidas; whisky, rones, ginebras y vinos, de las marcas que quisiera, con un 30% de descuento sobre los precios que yo estaba comprando. Lo primero que le pregunte fue que si la compra sería legal, pues yo no quería problemas con la justicia ni con Hacienda y que si la mercancía era robada que se olvidara de mi. Ante mi respuesta tan tajante se me queda mirando muy serio y visiblemente molesto, y me recrimina alzando algo la voz: «Pero usted que se ha creído. Yo soy abogado y un hombre muy serio. La venta que yo le estoy ofreciendo, por hacerle un favor, es de un establecimiento muy conocido de Gáldar». Le pedí disculpas y le dije que no quería ofenderle. Me quedo pensando un momento y al final le contesté que lo iba a pensar, que mañana le daría una respuesta.
Me sigue contando Nicolás, que después de pensarlo detenidamente decide que si todo es legal porque no aprovechar la ocasión. Así que cuando Emiliano llega al día siguiente a la hora acostumbrada le dije que adelante, que cuando se podía llevar a cabo la compra porque ya tenía necesidad de algún producto. Emiliano me responde que tenia que hablar con el dueño del supermercado, pero que creía que el sábado próximo por la mañana estaría todo listo. Que pasado mañana me lo confirmaría. Y dos días más tarde quedaron para el sábado a las nueve de la mañana en el supermercado de Gáldar.
Nicolás alquila un furgón con chofer y se dirige a Gáldar al establecimiento en cuestión, que efectivamente es muy conocido en la zona y de mucho prestigio. En lo bajo del supermercado hay un buen almacén para ventas al mayor. Cuando llegué ya Emiliano me estaba esperando; me pide la lista y se dirige al almacén para hablar con el encargado. A continuación me hace señas para que entrara el furgón y desde que este llegó empiezan unos mozos a meter dentro la mercancía de la lista. Cuando acaban de cargarla, el furgón quedó a tope, Emiliano recoge la factura y sobre el importe de la misma le aplica el 30% de descuento y se quedó en algo más de 205.000,00 pesetas. Me dice que le dé el dinero para subir a la oficina pues al ser condiciones especiales tenía que pagar directamente al propietario. Saque el dinero del bolsillo y después de contarlo delante de él le entregué las 205.243,00 pesetas a que ascendía la factura menos el descuento e inmediatamente cogió el ascensor para subir al despacho del propietario, que estaba situado en la última planta.
Yo me siento tranquilamente a la espera de que vuelva Emiliano con el justificante de pago para poder salir del almacén con el furgón. Pasa el tiempo y Emiliano no aparece. Me digo a mi mismo para tranquilizarme que seguramente el jefe estará ocupado con alguna visita o alguna llamada telefónica. Pero después de una hora de espera decido subir a la oficina a ver qué es lo que pasaba. Me voy directo al despacho del propietario del supermercado y a mi pregunta me informa que allí no había estado nadie a pagar esa cantidad, ni conocía al tal Emiliano. Llama al cajero y éste le dice lo mismo. Me echo manos a la cabeza y me doy cuenta entonces de que me había timado como a un inocente. Se bajaría del ascensor en la planta del supermercado y saldría tranquilamente. A saber donde estaría ya. El muy sinvergüenza lo había preparado todo a conciencia. Bajé al almacén y le expliqué al encargado lo que había pasado. Se quedaron todos de piedra. Procedieron a descargar el furgón y regrese a Las Palmas, muy triste, muy triste….. !!Con lo que cuesta ganar un duro!!.
Me dice por último Nicolás que por mucho que indagó no pudo localizar a Emiliano o como se llamara, pues seguro que hasta el nombre era falso. Tampoco figuraba en el Colegio de Abogados de Las Palmas ni en el de Madrid. Desapareció y nunca más supe de él.
Yo, la verdad, no sabia como consolarlo, pues me quedé sin palabras. El único consejo que le di es que cuanto antes olvidara lo sucedido lo iba a ganar en salud. Porque ese dinero era irrecuperable. El tipo es un profesional y lo tenía todo bien atado. Seguro que ni ese era su nombre, ni era abogado y seguramente tampoco era madrileño. No lo volverás a ver.
ANÉCDOTA N° 2.- Esta otra historia sucedió a finales de los años sesenta, y me la contó un compañero de trabajo que era del mismo pueblo en donde sucedieron los hechos. Era la época en que empezaba a llegar turismo a Canarias y se iniciaba la construcción de apartamentos en Las Palmas ciudad, en San Agustín y en Playa del Inglés.
En este pueblo había una tienda de muebles que era muy conocida en casi toda la isla. Era una tienda muy antigua, de varias generaciones, y también tenían una buena carpintería que fabricaba todos los muebles que vendían. El propietario, Don Antonio, o Antoñito como todos le llamaban en el pueblo, estaba preparado y ansioso por meterse en el mundillo de la construcción de apartamentos para poder optar a amueblarlos.
En esos menesteres andaba cuando un día se presenta en la tienda un señor bien trajeado y le pregunta que si tenía perchas. Le dice que si que cuantas quería comprar. El cliente le dice que unas tres mil, pues son para unos apartamentos que estoy amueblando en las Palmas y en San Agustín, y como no las consigo por ningún sitio me enteré que ustedes venden todo tipo de muebles y pensé que también tendrían perchas. Antoñíto le dice que para esa cantidad no tiene, que apenas tendría cuarenta o cincuenta, pero que si le deja su número de teléfono trataría de conseguirlas y le avisaría. También aprovechó para ofrecerle otros tipos de muebles, como camas, armarios, mesas, sillas, etc., a lo que el cliente se mostró también interesado, y le dice que lo tendría en cuenta para otra ocasión porque ahora mismo solo necesitaba las perchas. Se saludaron y quedan en verse de nuevo si las pudiera conseguir.
Al cabo de diez o quince días pasa por la tienda un comercial que vendía diversos tipos de muebles y perchas de madera. Don Antonio le dice que si le pone buen precio le pueden interesar unas tres mil perchas. El vendedor le dice que él lleva el mejor precio que pueda encontrar y que seguro que no habrá ningún problema. Después de un tira y afloja llegan a un acuerdo y antes de hacer el pedido en firme se va a la oficina y llama al cliente y después de añadirle los gastos y su beneficio le dice el precio que se quedaría por unidad. El cliente le da la conformidad y él procede a firmar el pedido en firme. El vendedor le informa que las perchas vienen de Valencia y que tardarán en llegar entre quince o veinte días y que hay que pagar contra la entrega de documentos. Antońito le contesta que no hay ningún problema y que le avise desde que lleguen.
El pedido lo recibe en la fecha prevista y cuando tiene las perchas en su almacén, previo pago naturalmente, vuelve a llamar al cliente para que viniera a recogerlas. Pero en ese número no contesta nadie. Llama una y otra vez y lo mismo. Pregunta en información de Telefónica y le dicen que ese número está dado de baja y que no pueden darle más información.
Es entonces cuando se da cuenta de que lo habían timado. Pues está claro que ha sido una operación ideada por el vendedor que envió primero a un falso cliente, que se habrá ganado un buen porcentaje de comisión.
Ya se sabe lo que pasa en los pueblos, que las noticias vuelan y al pobre hombre desde entonces lo llamaron «Antoñito el percha».
En Canarias aún estábamos muy verdes con relación a los timos de estos desaprensivos que venían de otras partes de la península y se aprovechaban de la buena voluntad y falta de malicia de nuestra gente.