N° 62. «EL INVENTO DE UNAS NUEVAS SERENATAS».

En los años de mi juventud se estilaba darles serenatas a las novias, e incluso a alguna chica que te gustara. Lo normal era que te hicieras con un guitarrista, y si podías con una bandurria o un laúd y un cantante. La música preferida eran los boleros que habían popularizado el famoso trío Los Panchos desde su creación en Nueva York en 1944.

Como una muestra más de lo popular que eran las serenatas, les cuento que en mi etapa gofiona, muchos años después, a principios de los años 70, se acostumbraba dar serenatas por navidades a todas las esposas y novias de los componentes. Para no tener problemas, teníamos que sacar un permiso de la policía municipal. Recuerdo que entre una serenata y otra nos desplazábamos en una guagua, pues era lo más práctico. Era muy bonito pues los villancicos, en el silencio de la noche, sonaban a gloria bendita. Al final se terminaban asomando al balcón todos los vecinos de media calle. Algunos nos invitaban a alguna copa, pero teníamos que controlarnos porque eran muchas serenatas. Acabábamos agotados casi aclarando el día.

Yo recuerdo darle a mi novia algunas serenatas acompañado de una guitarra y un cantante. Se hacía de la siguiente manera: Llegábamos en absoluto silencio con los instrumentos afinados, y a una señal se arrancaba. Se solían cantar uno o dos temas como máximo y con el mismo silencio que llegábamos nos íbamos. Tenía que ser una cosa bien hecha, con mucho respeto. La música sonaba genial en el silencio de la media noche o empezando la madrugada.

Esta vivencia que paso a contarles ocurrió en el año 1964. Eramos cuatro amigos de Guía que teníamos por novias a cuatro amigas de Gáldar, con las que unos años más tarde nos casaríamos.

Los cuatro amigos acostumbrábamos a reunirnos los sábados por la noche para tomar unas copas, comer algo y charlar. A veces íbamos a la Montaña de Gáldar a «Casa Palomares» que siempre tenía un pescado fresco riquísimo; otras a la Atalaya al bar «Casa Pablo», con su carne de cabra exquisita; y algunas veces íbamos a mi casa, donde yo mataba un conejo o dos, dependiendo del tamaño, que frito y acompañado de unas papas también fritas quedaba también muy bueno. En este caso la bebida la llevábamos nosotros: una botella de ron Bacardi y unas Coca Colas.

Algunas veces, después de los piscos y de cenar, nos íbamos a bailar a la ciudad de Las Palmas en las motos. Yo iba siempre de paquete pues era el único que no tenía moto. Ahora que lo pienso era una temeridad, pues el recorrido era de unas dos horas, por la carretera vieja que pasaba por todos los pueblos. Lo peor era el regreso de madrugada. Está claro que para la juventud no hay fronteras.

Pues bien, uno de esos sábados estábamos en La Atalaya en el bar “Casa Pablo” tres de los cuatro amigos; no recuerdo el motivo pero uno de ellos no estaba esa noche. Mientras charlábamos, bebíamos y comíamos, a uno de ellos se le ocurrió la idea de darles una serenata a nuestras novias. Claro que el problema era localizar a un músico y a un cantante a esa hora, pues a todas estas eran ya más de las once de la noche. Ya nos estábamos desinflando cuando se le ocurrió a otro de los amigos la genial idea de dar las serenatas con un tocadiscos de pilas que tenía su hermana. Todos celebramos la ocurrencia y tiramos para Guía en las motos en busca del aparato. Elegimos dos discos de boleros de Los Panchos y nos fuimos en dirección a Gáldar. Como yo iba de paquete en una de las motos era quien llevaba el tocadiscos.

Empezamos por la novia que más lejos vivía; después le toco a la mía y todo perfecto. Llegábamos y nos íbamos en completo silencio y la música, en el silencio de la noche, sonaba que era una maravilla. Cuando llegamos a la casa de la novia del último amigo pusimos el tocadiscos en marcha y al principio iba muy bien pero a mitad de la primera canción empezaron a fallar las pilas y claro la voz de Los Panchos salía totalmente distorsionada. Ya el disco se quería parar cuando el amigo empieza a darle vueltas con el dedo tratando de alcanzar las revoluciones que llevaba. Aquello fue peor y por mucho que lo intentamos no pudimos evitar las risas. Nos fuimos rápidamente porque aquello podía dar lugar a que el padre de la novia saliera y se armara una buena.

Al día siguiente, Domingo, cuando, como era costumbre, nos vimos en una cafetería que estaba por los alrededores de la plaza de Gáldar, comentamos la serenata y claro les explicamos lo que nos había pasado con las dichosas pilas. A todas les había gustado menos, naturalmente, a la última novia que nos dijo que tuvo que agarrar a sus padres porque querían salir los dos a insultarnos, porque, decían, que aquello era un insulto a su hija, una falta de respeto.

Esa misma noche antes de acompañar a nuestras novias a sus casas, fuimos a la casa de la novia afectada y les pedimos disculpas a sus padres explicándoles lo que nos había pasado. Ellos lo entendieron y aceptaron nuestras disculpas.

Y así acabó esta experiencia de una nueva forma de dar serenatas, pero eso sí, en la próxima que no se nos olvide llevar un juego de pilas de repuesto.

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