Esta anécdota me la contó mi esposa a poco de casarnos, y yo me atrevo a contarla ahora porque la pobre ya no está con nosotros, pues falleció hace ya unos años, porque de lo contrario no me lo hubiera permitido, ya que quizás le diera algo de vergüenza. Pero la cuento porque no hay nada en ella que la pueda ofender o perjudicar su imagen. Jamás lo haría.
Frente a la casa de los padres de mi mujer vivían dos viejecitas solteronas que apenas salían de sus casas y, si acaso, solo para visitar a alguna vecina, pues nunca salían del barrio. Eran unas hediondas de mucho cuidado, pues yo creo que no se bañaban nunca. Despedían un mal olor insoportable. Recuerdo que ya yo casado y estando en casa de mis suegros algún fin de semana, de vez en cuando le llevaban a mi suegro un platito con dos o tres sardinas en escabeche y no se iban hasta que veían que mi suegro se las comía echándose un pisco de ron. A pesar de todo mi suegro decía que estaban buenas. Pues bien, era tan fuerte el mal olor que desprendían, que desde que llegaban todos nos íbamos a la azotea a respirar aire limpio. Desde que se iban había que echar ambientador por todas partes.
Me decía Inma, mi esposa, que cuando apenas era una chiquilla las viejas tenían cierta tecla con ella, hasta tal punto que cuando necesitaban comprar alguna cosa en la tienda de comestibles se lo decían a ella, que educadamente siempre las complacía. Uno de los productos que siempre le encargaban era dos bolsitas de peladillas; una para cada una.
De cuando en cuando las viejitas le regalaban a Inma unas almendras peladas que ella agradecía y que generalmente compartía con tres hermanos que eran más pequeños que ella. Las almendras tenían un sabor algo distinto de las que ella y sus hermanos conocían, pero aún así no estaban ruines y se las comían.
Un día Inma le pregunta a una de las viejitas que de dónde sacaban ellas las almendras, porque le extrañaba que nunca le encargaban su compra. Una de ellas le explica entonces, más o menos con estas palabras, la procedencia de las mismas:
«Mi niña, es que estas almendras vienen dentro de las peladillas y como nosotras no tenemos dientes las chupamos y cuando solo queda la almendra las guardamos para dártelas a ti que eres tan buena y porque estamos muy agradecidas por los mandados que nos haces».
Me decía Inma que tuvo que salir corriendo para su casa, que como ya dije estaba frente a la de las viejas, y meterse en el baño a vomitar. Cuando se lo contó a sus dos hermanas y a su hermano, también les pasó lo mismo. Todos corrieron a vomitar, Y así muchos días cada vez que lo recordaban. Apenas pudieron comer durante varios días.
Mi mujer no se atrevió a recriminárselo a las viejas, pues de seguro que no lo hubieran entendido. Ellas lo hacían con naturalidad y no por maldad. Yo creo, le decía yo a Inma entonces, que lo hacían por el sentido del ahorro que estaba tan arraigado en nuestras vidas, pues cuando ocurrieron los hechos eran los años cincuenta, años de la postguerra, la época del hambre, tiempo de las cartillas de racionamiento, y en esa época no se podía tirar nada.
Como dice nuestro paisano Braulio en una de sus lindas canciones, «Eran otros tiempos».
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