Esta anécdota ocurrió cuando yo tenia en torno a los 14/15 años, y fui protagonista de ella junto con mi amigo Juan Benitez. Les cuento:
Yo vivía con mi familia en la casa de una finca de plataneras, que estaba situada en el Lomo de Guillén de la ciudad de Guía, de la cual mi padre era el Encargado. Ésta era conocida por la “Finca de las Cuartas”. La casa estaba prácticamente rodeada de plataneras y teníamos como únicos vecinos a la familia Benitez Hernández. También teníamos muy cerca una tienda-bar que era conocida por “La tienda de Arturo el de los Quesos”, y un molino de gofio que lo regentaban los hermanos Antoñito y Tinito.
La familia Benitez Hernández la formaban Manolito y su esposa Lolita más sus cinco hijos, cuatro varones y una hembra. Manolito era también Encargado de una finca de plataneras. Como es de suponer, nos unía una gran amistad con todos ellos.
Nuestras casas estaban distanciadas unos trescientos metros más o menos y nos separaba el barranco de Las Garzas. Ellos tenían que pasar por delante de nuestra casa, pues era la única carretera que había para salir a cualquier parte, que aunque era privada mi padre les permitía usarla sin restricciones de ningún tipo. Había una puerta muy grande a la salida a la carretera general que mi padre nunca cerraba con llave precisamente por ello. Así que prácticamente nos veíamos a diario. Yo era muy amigo del más pequeño de los hijos que era de mí misma edad y que se llama Juan, pero también me llevaba muy bien con los otros hermanos. Esa amistad la sigo manteniendo en la actualidad con los cuatro que aún viven.
Por esa época se fue a vivir con ellos un tío de Manolito, ya bastante mayor, que al quedar viudo se quedó solo pues no tenía hijos. Vivía en La Dehesa, San Juan, donde también tenía unos terrenos, de los cuales vivía. Se llamaba Pedro y todos le llamábamos «tío Pedro». Era un viejito muy amable y conversador y nos contaba muchas historias de su juventud que a nosotros nos hacía mucha gracia. También nos contaba algunas historias de brujas que decía haber conocido.
Era un hombre de costumbres fijas. Todos los días se levantaba de madrugada y antes de que llegara el pastor de una buena gañanía de animales, él les iba echando de comer e incluso se ponía a cantarles para tranquilizarlas. Otra costumbre suya era ir todas las tardecitas a la tienda-bar de Arturo a comprar, decía, fósforos. Pero todos sabíamos que iba a echarse un par de piscos de ron. Nosotros le veíamos siempre caminando despacio ayudado de un bastón que él mismo se había fabricado. Siempre saludaba muy atento y educado.
También tenía por costumbre que cuando se desojaban las piñas de millo iba cogiendo las hojas más cercanas a la propia piña, que eran las más finas y suaves, y las seleccionaba y recortaba para luego hacer los cigarros con su picadura. Procuraba hacer acopio suficiente para que le durara hasta la próxima cosecha. La verdad es que le daba un sabor especial al cigarro.
A veces le decíamos si nos dejaba hacer un cigarro y a Juan y a mí nos daba la hoja de caparacho y la borrega de la picadura para que lo hiciéramos, pero a otro amigo que se llama Alfredo no se la daba nunca porque, para hacerlo enfadar, solía hacer los cigarros muy gordos y casi le vaciaba la borrega. Él solía decir que el cigarro había que hacerlo finito como la «picha de un gato».
Un día Juan descubrió, o alguien se lo dijo, que al soplar el tallo hueco de una calabacera emitía un sonido idéntico al bramido de una vaca, y entonces decidimos gastarle una broma al pobre tío Pedro.
El se solía sentar en un banco de hormigón que había en el patio. Sin que él nos viera hacíamos sonar el invento que, como dije, emitía un sonido idéntico a una vaca. El pobre viejo se mostraba muy inquieto pues estaba muy lejos del alpendre y se ponía a mirar por todas partes.
También cenaba muy temprano, apenas oscurecía, y luego le gustaba sentarse en un banco de cemento que había frente a la cocina fumándose un cigarro para luego irse a dormir. Nosotros seguíamos con la broma y cuando él más relajado estaba empezamos a soplar el artilugio y el pobre hombre, que estaba convencido de que aquello era una bruja, sacó su cuchillo que siempre llevaba al cinto, se dirigió a una poza de las plataneras que estaban muy cerca, y haciendo una cruz con el cuchillo en la tierra lo clavó en el centro y se puso a rezar.
Entonces nos dimos cuenta de que nos habíamos pasado. Que el pobre hombre lo estaba pasando mal de verdad. Y arrepentidos acabamos con la broma y enterramos el tallo en las plataneras donde estábamos escondidos..
El pobre tío Pedro nos contaba pasados unos días el encuentro que había tenido con una bruja que se hacía pasar por una vaca. Decía que él sabía quién era. Nunca le dijimos la verdad. Seguro que tampoco lo hubiera creído.
Era un buen hombre y nosotros unos mataperros.