El velatorio permanecía en silencio, con todos los rostros en silencio. Allí estaban el soñador, el viajero… Y todas las partes que realidad decidió alimentar, todos esperando a que el ataúd se cerrara.
Lo cargaron en sus hombros y comenzaron la Ascensión a la montaña, donde descansaría al pie del árbol de los Oniros.
¿No había acaso mayor sacrificio? Entregar su tiempo por una pizca de la luz de Marte, donde cincelar su nombre en la perdurable roca.
Así hicieron el agujero en el suelo y lo entregaron a la tierra y sus raíces. Para alimentar el árbol de savia de tinta y hojas de papel.
Cuanto más se descomponía y consumía mayor poder le otorgaba al guardián de los sueños. Que siempre recogía las hojas escritas que caían del árbol. Para fabricar sus propias alas de Ícaro.
Sólo para lanzarse por el acantilado, en busca de el rayo de sol mas intenso y poder acariciarlo con sus dedos. Quien sabe si lo logro o se despeño, pero por un instante todos creyeron que era posible al verle intentarlo