Las manos del dolor, las manos del amor, las que nunca en ayudar dudaban.
Sandokán, el gran aruquense, de la mar, que no temía a las olas de su norteña playa.
Hombre de luz y de gran corazón, elegido por el mismo Dios.
Huesos de una carne maltratada, de la sinrazón de los infamantes temporales, testigo del dolor y la desesperación humana.
Sandokán, tus manos que alumbraron las fosas del dolor y la pobreza, fueron la esperanza de la última instancia.
La piedra cúbica de tu vida desatada, la lluvia iluminada de tu alma.
La indulgencia, tu valentía ante la vida, sobre una barca de madera en salvavidas convertida.
Fondéate hoy en esa estrella que en la constelación tanto brilla, porque es la divina morada que el Todopoderoso para ti guardaba.
¡Sandokan, presente!