Sincericidio es una palabra que no figura todavía en el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. Cosa que me motiva más a escribir sobre ello. Soy muy fan de las cosas nuevas, de los avances tecnológicos y, en este caso, de los lingüísticos. De esto últimos mucho más. Algún día veré palabras que me gusta usar: “palante”, “agustito”, “machirulo”, “feminazi” o las que emplean conmigo, como “fofisano”. Como ven, aquí he empleado un recurso que es el de la sinceridad en estado puro, sin mirar las consecuencias que ello pueda traer.

         De eso trata este termino acuñado para determinar a los especímenes humanos que, empuñando la (su) “verdad” como bandera, osan decir cosas que acaban hiriendo a las personas que los escuchan. La sinceridad es un don, eso no cabe duda, como mentir es un defecto. Siempre debemos emplear la franqueza en todos nuestros actos y conversaciones porque eso nos imprimirá una imagen de honradez. A los mentirosos nadie los cree, eso es una tautología y debemos ser nosotros mismos los que intentemos no generar que los demás nos vean con ese perfil. Para ser nobles, debemos ir, siempre, con la verdad por delante.

         Ahí radica la diferencia entre unos y otros, que algunos, sacando pecho con el “yo nunca voy por la espalda y digo las cosas a la cara”, se permiten atrevimientos perfectamente omitibles. A muchos “gordos” no les gusta que se lo llamen, quizás porque ese exceso de peso no dependa de ellos mismos y lo sea por medicaciones o por trastornos psicológicos ajenos a su voluntad. ¿No creen que les debe doler en el interior que venga alguien a hacer manifiesto algo que puede ser un trauma para ellos? ¿Qué razones tenemos para hacerles incomodar? Ninguno, se lo aseguro. ¿Y los calvos, lo son porque quieren? Ya saben ellos que se están quedando calvos, que tienen espejos en la casa y se habrán dado cuenta. No hay que repetírselo como si no lo supieran ya.

         Yo fui un sincericida en mi primera juventud. Siempre presumía de ser una persona frontal, sin dobleces. Lo sigo siendo, pero gracias a mi hermana aprendí a dosificar y, sobre todo, seleccionar las cosas que digo y a quién se las digo. Ella me decía que tenía una cosa buena: que era muy sincero; y, también, que tenía una cosa mala: que era muy sincero. Pese a ser mucho más joven que yo, me abrió el camino de la madurez en este caso concreto. Aprendí a decir la verdad, teniendo cuidado de cómo y cuándo decirla. Ese es el secreto. No se pueden soltar todas las cosas, así, sin pensar. Siempre que digas algo, piensa en el efecto que va a causar en la persona que lo va a escuchar. Sobre todo, ten siempre en cuenta con quién estás hablando para saber lo que tienes que decir y el lenguaje que tienes que emplear.

         Y no caigan en la trampa de pensar que los que medimos nuestras palabras somos unos “falsos”, que no. Eso se lo dejamos para los que viendo que el peinado te queda horrible, te dirán lo guapa que estás y lo bien que te sienta. Que de esos hay muchos a nuestro alrededor

         Imagínense un mundo en el que todos supiéramos lo que los demás piensan de nosotros. No podríamos. Quizás no tendríamos ni un amigo. Así que, queda claro que solo tenemos que saber lo estrictamente necesario para que nuestra vida fluya feliz con la gente que nos rodea. De la misma forma, tampoco deberíamos saber cómo los gobiernos, o nuestro jefe de la empresa toman decisiones que nos afectan. Simplemente tenemos que tener en cuenta los resultados. Si sus medidas son las acertadas, ¿para qué queremos saber más?; y si no lo son, habrá que cambiarlos y que vengan otros que lo hagan mejor. Así de sencillo.

 

Luis Alberto Serrano
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