El día que nací, mi madre parió gemelos: yo y mi miedo.
Thomas Hobbes
Hacía tiempo que no sentía tanto miedo. Llevo varios días tumbado en la cama tras una intervención puntual pero dolorosa. Apenas puedo moverme. Sólo logro incorporarme, tras mucho esfuerzo, para ir al baño y a la cocina. Sin embargo, he de reconocer que gracias a este dolor, que por momentos y según la postura que adopte es insoportable, he podido leer sin interrupción durante horas y disfrutar de un silencio tan hondo que, a veces, creía que guardo reposo no en casa sino en el fondo del mar.
Estaba envuelto en esta atmósfera de soledad, quietud y lectura balsámicas cuando alguien abrió la puerta del traspatio. Entró y la cerró con exquisita suavidad. Pregunté desde la cama quién está ahí. Nadie me respondió. En el silencio que flotaba en la casa pude oír con claridad una respiración entrecortada, un estertor anheloso. Quién es, insistí, ya con el cuerpo rígido. Dolorido. Aterrorizado. Fuese quien fuese, no me respondió. Se limitó a avanzar por el pasillo, dirigiendo con lentitud sus pasos hacia mi habitación.
Dos antídotos se le conocen al miedo. El primero es la inocencia. Por eso los fantasmas, que suelen ser entes más tristes que terroríficos, nos perdonan cuando somos niños. Pero luego, con el paso de los años, la burbuja que nos protege empieza a mancharse de tiempo, de vida, y a llenarse de pasado, de remordimientos y de culpa. Es entonces cuando los fantasmas abren la boca, gritan y comienzan su cacería. Lo dramático es reconocer que nunca volveremos a ser niños (ahí, quizás, nace la nostalgia). Que nunca volveremos a ser inocentes, pero con una excepción: cuando dormimos. Los dioses nos regalaron el sueño para que cada noche podamos volver a mirar a nuestros fantasmas con el candor que sólo tiene un niño.
El otro antídoto es el amor. Venimos a este mundo, crecemos y morimos entre esas dos fuerzas irreconciliables: amar o temer. El miedo tratando de aniquilar al amor. El amor lidiando contra el miedo. Imaginamos el amor como la condición más pura a la que podemos aspirar, una emoción sin mácula que nos redime. Pero esa emoción, ese amor con mayúsculas, se vende caro. Toda nuestra vida no es más que el anhelo por alcanzar esa paz. Es la muerte de una fase para el nacimiento de la siguiente. Una y otra vez. Y sí, quizás, en ese largo proceso, en ese viaje con destino incierto, sólo nos queden al final dos acompañantes: el miedo y el amor. La luz y la oscuridad. Y ahí, afortunadamente, solo el amor, el resplandor más intenso, la más pura emoción, nos salvará.