La vida es un misterio. Y un accidente. Se estima que en ese incendio infinito que es el universo hay doscientos mil millones de galaxias. Miles y miles de millones de estrellas. E innumerables planetas. Una inmensidad, pero inerte. El Cosmos es un desierto ilimitado, menos en este pequeño e indiferente oasis a la deriva llamado Tierra. Una de las reglas de la mecánica cuántica afirma que, si puede suceder, sucede necesariamente. Así, la vida, a pesar de que la ciencia aún desconoce el por qué, brotó de forma accidental en este planeta azul que flota en el océano enigmático y yermo que es el universo. La Tierra es una isla en el firmamento, un hábitat sorprendentemente propicio para la vida rodeado de un entorno que no lo es, al igual que la boca de una persona, un charco, un lago, cualquier bosque aislado y hasta ciertas ciudades.
Pero fue en las islas genuinas, en las auténticas, en esas porciones de tierra rodeadas de agua por todos lados, donde surgió el sentido de la vida actual. En las Galápagos, Darwin descubrió la importancia de la adaptación en el origen de todas las especies. Unos años después, en la Isla de Ternate, su compatriota y colega Wallace aseguraba que una especie sólo se transforma en otra si está luchando por sobrevivir. La evolución se imponía definitivamente a la creación y el ser humano dejaba de ser el centro y la cima de la pirámide creacionista para ser una especie más en él complejo árbol de la vida. Inevitablemente, Dios abandonaba la ecuación que resolvía de manera definitiva el misterio de la existencia humana. Hoy sabemos que no somos hijos del mono, sino de las estrellas. En ellas se coció el carbono que hay en el universo, base de la vida orgánica.
Muchos siglos antes de que estos exploradores revelaran el origen de la vida, tuvo lugar un glorioso descubrimiento. En la isla griega de Samos, en el Mediterráneo oriental, nacía una de las más grandes ideas jamás concebidas por la especie humana. De repente, unos hombres creyeron que todo estaba hecho de átomos; que todas las especies conocidas habían evolucionado de formas más simples; que las enfermedades no las causaban ni demonios ni dioses. Y que la Tierra no era más que un planeta que giraba alrededor de un sol lejano. Fue entonces cuando el ser humano, esa prodigiosa colección de átomos capaz de pensar, sintió, por vez primera, que era capaz de entender el mundo en el que vivía. La verdad interior y exterior. La ciencia nacía en una isla, el mejor laboratorio natural que tiene la humanidad para entender la vida.