Lees que hace unos mil años, los árabes crearon el balcón de celosías para que las personas viesen la calle sin ser vistas. Lees, también, que un lurker es la persona que, en las redes sociales, ve todo lo que publican los demás pero que no interactúa con nadie, prolongando el viejo deseo de mirar al mundo desde las sombras. Lees que fue en el medievo cuando el balcón se abrió a la vista de todos, convirtiéndose en lo que es hoy: un espacio, parte de la casa, pero también de la calle, para asomarse y ser vistos. Que luego fue símbolo de estatus, de exhibición de poder que el genio de Shakespeare aprovechó para crear, en el balcón de Julieta Capuleto, una de las escenas más universales de la historia de la literatura.
Lees que el éxito de las redes se explica no por unir personas, no por ampliar nuestros horizontes sino por dar un servicio muy placentero al usuario: la dosis de dopamina que demanda su narcisismo, su vanidad, el insaciable protagonismo del yo. Que hoy, los balcones no están colgados en las fachadas de las viviendas porque, hoy, los balcones son las redes sociales desde donde se cotillean las vidas ajenas; desde donde se practica el postureo buscando la admiración y el aplauso. Y desde donde la cobardía, siempre enmascarada, se asoma para vomitar su odio y su desprecio.
Lees que años antes, la prensa y la radio y, luego, la televisión, desplazaron al balcón al convertirse en las nuevas plataformas para asomarse a la realidad, a la cotidianeidad. Que relegado a la insignificancia, la generalización de internet y las nuevas formas de socializar terminaron por condenarlo a la irrelevancia. Que los arquitectos dejaron de dibujarlos y los promotores de construirlos. Porque nadie los demandaba. Que en la ciudad moderna, con los vecinos todo el día fuera de casa y un espacio público cada día más hostil, los balcones perdieron valor. Que muchos se taparon y otros se convirtieron en trasteros. Que era un espacio residual, un estorbo en la fachada que al menos servía para tender la ropa o colgar pancartas. Hasta que el confinamiento les proporcionó una oportunidad inesperada para reivindicarse como centros de vida, como espacios de encuentro social donde los vecinos conversan, aplauden y se divierten. Lees que nada queda de esa manera de reencontrarse a través de unos hierros, de unas maderas o de una balaustrada que en un par de metros se asoma al vacío físico y existencial.
Lees que la ciencia inventa unos balcones muy peculiares que flotan en el vacío para escudriñar el cosmos, para encontrar las respuestas a las preguntas trascendentales que nos plantea. Que en la actualidad, ya somos capaces de observar las galaxias más lejanas, el espacio más profundo y llegar hasta el momento preciso en el que la luz, azul, alumbró por vez primera la inmensa oscuridad del universo.
Todo eso lees. Pero nada encuentras sobre balcones que se asomen a nuestro interior, a nuestros abismos más profundos. Quizás porque aún nos aterra quedarnos solos con nuestros pensamientos.