Esta anécdota que les voy a contar sucedió cuando yo estudiaba el tercer año de bachiller en el Colegio Santa Maria de Guía, allá por el año 1.956.
En aquella época, los chicos y las chicas no estábamos en el mismo Centro. Los chicos estábamos en el edificio situado a la derecha de la Iglesia y las chicas en el Colegio de Las Dominicas, junto a la Plaza Grande, ambos en la misma ciudad de Guía. Teníamos los mismos profesores y pertenecíamos al mismo Colegio Santa Maria de Guia.
Todos los colegios e institutos de la isla donde se estudiará el bachiller dependían del único instituto reconocido que había en Gran Canaria y que estaba situado en la ciudad de Las Palmas: El Instituto era el Pérez Galdós, y dependía de la Universidad de La Laguna.
Como lo demuestra la historia, la Universidad de La Laguna fue una Universidad muy cicatera pues no tenía ningún sentido que solo hubiera un Instituto autorizado en la isla. Y no se asombren, porque unos años antes había que ir a examinarse a Tenerife.
Debido a ese centralismo absurdo nació la Universidad de Las Palmas de G.C., y ya saben, sobre todo los que peinamos canas, lo que costó su creación pues la lucha fue enorme de los “notables” de Tenerife en contra del nacimiento de la universidad de Las Palmas de G.C.
Si hubiesen sido más inteligentes y participativos, hubieran ido abriendo facultades por todas las islas en donde se demandara y solo hubiese habido una Universidad en toda la región. Pero a ellos nunca les importó que tantos miles de chicos y chicas no pudieran estudiar una carrera por no disponer sus familias de dinero suficiente.
Tengo que reconocer que yo no fui un buen estudiante, a pesar de que tenía facultades para haberlo sido. Los dos primeros cursos los aprobé en Junio sin problemas, pero a partir del tercero empece a fallar. Los motivos fueron varios y uno de ellos es que los exámenes finales los hacían profesores distintos a los de todo el curso y la presión me podía; pero esta claro que el principal problema era que no estudiaba lo suficiente, sobre todo en casa.
Mi amigo Octavio Martin y yo, fuimos los primeros chicos que salíamos de nuestro barrio, Becerril, a estudiar el bachiller. Octavio solo estuvo un curso, pues abandonó al haber suspendido varias asignaturas y ya no quiso continuar. Sentí su abandono. Ya no tenía al amigo que siempre estábamos juntos, tanto en los desplazamientos de más de dos kilómetros que hacíamos caminando, como dentro del Colegio.
También pudo haber influido el que en mi ambiente, dentro de mis amigos, ya no había ningún chico o chica que estudiara, y por tanto no podía crearse un ambiente que me favoreciera. Así que salvo en los finales del curso, que entonces estudiaba algo en casa, el resto del curso solo estudiaba en el colegio.
Nos examinaban los profesores del Instituto Perez Galdós, unas veces venían ellos a Guía y otras íbamos nosotros a Las Palmas ciudad. No lograba concentrarme y en los exámenes orales la mente se me quedaba en blanco, me bloqueaba. Los que eran escritos los aprobaba con más facilidad.
Ese problema de la “presión” me persiguió hasta que fui mayor. Valga un ejemplo: Cuando jugaba al fútbol, en juveniles, el entrenador me decía que en los entrenamientos era el mejor, pero en los partidos era de los peores. Otro ejemplo, ya de adulto, fue cuando tocaba en Los Gofiones. Había una polka que era un solo de rasgueo de timple y el director quería que yo me adelantara para que el público me viera, pero era incapaz de hacerlo y casi me escondía detrás de algún compañero. Luego, de mayor, ya lo fui superando.
La anécdota de esta vivencia ocurrió en un examen final, en el mes de Junio. Nos examinaban los profesores del Instituto Pérez Galdós en uno de los salones habilitados para ello del antiguo Ayuntamiento de Guía. Era un examen escrito de “física y química” y estábamos sentados en un pupitre de dos asientos, una chica que era de Gáldar y yo. La chica, cuyo nombre me reservo por razones obvias, era peor estudiante que yo y copió gran parte de mi examen. Los dos suspendimos.
Lo gracioso del caso es el cabreo que tenía la chica conmigo, pues decía a todo el que quiso escucharla, que “por mi culpa había suspendido”. Menuda cara se gastaba, pero el hecho en sí tuvo su gracia.