El lunes, mi hijo cumplió años. Una sencilla asociación mental me llevó, ese día, a recordar a una compañera de trabajo. El año pasado, en su camino hacia la escuela, mi hijo, asomado a la ventana del trabajo, con la inocencia e ingenuidad propias de su edad, le anunció que era su cumpleaños. Se tenían especial afecto pues hablaban a diario. Un recuerdo sucede a otro y acude a mi memoria una conversación que tuve hace años con esta misma compañera sobre unos álamos que, altos y elegantes, crecían junto a un cruce de caminos. Ambos nos habíamos fijado en ese conjunto de árboles, que se distinguían, entre los pinos que los rodeaban, por su esbeltez, por su hermoso cromatismo estacionario. Por su belleza. Hablamos de la impresión que nos había causado a los dos aquella inusual arboleda. Y lamentamos juntos su desaparición: un incendio los había calcinado de manera irremediable. Hace unas semanas falleció mi compañera. No hay peor fuego para el ánimo que la muerte inesperada.  

El tiempo pasa y con él se acumulan las ausencias. Vista en retrospectiva, la vida podría entenderse como una concatenación, a veces sorprendente, de sucesos. Los recuerdos se vinculan, en nuestra memoria, unos con otros, a pesar de que esta relación nos resulte, en no pocas ocasiones, inexplicable. El cumpleaños de mi hijo revivió de nuevo a mi compañera y ella, a su vez, me trajo al presente los álamos que mueven ahora sus hojas trémulas en el paisaje que evoca la emoción y la memoria. Recordar no es sólo volver a pasar por el corazón, como afirmaban los romanos. Es, también, mirar hacia atrás para coser luego, con el hilo del lenguaje, los retales de una vida que los años han esparcido en ese laberinto de espejos que llamamos memoria. Los recuerdos nos enseñan, a través de la experiencia, cómo enfrentar y sobreponerse a todo lo terrible que tiene la existencia. Ante la muerte, los estoicos se mostraban imperturbables. Creían, como los hinduistas y budistas, que el universo estaba sometido a ciclos sucesivos de creación y de destrucción. De vida y de muerte permanente. Todo es una infinita repetición, por lo que estaban convencidos de que cada uno de nosotros viviremos la misma vida una y otra vez. El eterno retorno, que teorizó Nietzsche. Un físico y divulgador científico de la BBC, Brian Cox, nos asegura, en la maravillosa serie documental llamada Universo, que una de las hipótesis cosmológicas contemporáneas plantea la posibilidad de que quizá sea así; que tras el Big Bang y su expansión, el universo se enfriará, la energía se diluirá y el cosmos, inevitablemente, se contraerá. Comenzará, entonces, un nuevo ciclo de explosión, expansión y muerte. La ciencia cree que ese nuevo universo sería exactamente de la misma forma que el actual, porque partirá de la misma unidad primordial: el átomo primigenio que predijo por vez primera el sacerdote belga Lemaître. Si finalmente, esta hipótesis se cumpliera, el dolor que nos provoca la muerte, ya no tendría sentido. Ni tan siquiera las preguntas trascendentales que nos hacemos desde la noche de los tiempos mientras observamos ese espacio infinito y misterioso que tiene por nombre Universo.