Si se le pudiese hacer un test de inteligencia, no habría escala que pudiera valorarlo. Ninguno antes ha logrado llegar hasta donde él lo ha hecho. Sólo la televisión, en los años cincuenta del pasado siglo, o el cine, hace casi diez años, le han superado, pero eso es imaginación para el gran consumo, no como él, que es real.
Llevamos ya una semana acudiendo cada tarde para que se pueda sentar junto a sus héroes de bronce en la plaza, frente a la catedral, o junto a cualquier banco, y así, releerle su libro favorito.
A medida que pasan las páginas que nos conducen al final, sus ojos lagrimean, ya sabe lo que va a pasar, y observa con mayor interés cada una de las fulgurantes esculturas que miran a la catedral y a los viandantes.
Los niños juegan con ellas, se suben, se bajan, se recuestan sobre ellas, todo sin saber su historia, parece pensar él. Faycán es un libro genial, pienso yo, para leérselo a tu mejor amigo, después de dar millo a las palomas. Aunque él no sea como Mr. Peabody, ni mucho menos.
Él es sólo mi compañero, mi confidente, el que me escucha, el que me huele, el que me anima, el que me acompaña a cada paso. Con él he vivido y sentido más que con cualquier otro ser. ¿Cómo va a poder medir eso un simple test?