Dejó el país con la excitación del regreso y la caja de Leónidas que ella le había sugerido. Joëlle trabajaba en la Comisión Europea y quería irse a Sudamérica aprovechando un proyecto de cooperación internacional. Por eso buscaba ejercitar su español enmohecido y oxidado por el tiempo y el olvido. De joven había vivido en una cueva en Ibiza. De mayor, ya en su país, cambió la ciudad por un pueblo tan insólito como pequeño. Joëlle no dudó en ofrecerle alojamiento a cambio de conversación diaria en español. Cada tarde, en torno a la mesa de la cocina, hablaban durante horas. Por las mañanas, en cambio, él desayunaba solo, mirando a través del amplio ventanal la verde llanura que interrumpían a lo lejos unos robles viejos y solitarios. Adoraba el silencio que le ofrecía el primer café del día mientras presenciaba el nacimiento del mundo y los jirones de niebla que se arrastraban con una pereza prehistórica sobre la planicie valona. El pueblo, que no era más que una asamblea de casas aisladas junto a una calle sinuosa, no tenía transporte público. Para salir, había que hacer autostop. Para regresar, en cambio, tenía una parada de tren situada en medio de la nada que estaba a media hora a pie de la casa. Era una delicia atravesar a diario aquel paisaje tan simple formado por un regato manso, un ancho camino flanqueado por hayas tan altas y oportunas como las columnas de una iglesia; y la lejana y desconfiada compañía de los cervatillos que jugaban a esconderse entre los trigales. No había más. ¿Y para qué? Un fin de semana, atraído por la cercanía, quiso viajar hasta Alemania. Sin embargo, no consiguió pasar de Las Ardenas. Un joven pintor le paró en la carretera y tras comprobar la pasión que despertaban en él los bosques, le invitó a pasar esos días en su casa, junto a un río, en el Cañón de Trôs Marets. Mientras trabajaba en su taller, él leía al mismo tiempo. Aprovechaban los descansos para dar largos paseos en los que el pintor le enseñaba a distinguir las diferentes tonalidades del verde de los árboles, de las píceas y los alerces, de los pinos y los abetos. De las hayas y los robles. De los sauces y los tilos. Ese fin de semana fue especial por muchos motivos, pero en su memoria quedó grabado a fuego porque fue allí, precisamente, donde vivió por vez primera el aniversario de la muerte de su madre lejos de casa. A miles de kilómetros de los suyos. Recuerda que ese día buscó con una nostalgia insoportable un teléfono en aquel valle antes hermoso y entonces interminable. Quería llamar a su padre. Necesitaba oír su voz. Y necesitaba el consuelo que él le transmitió desde su torre de control mientras lo escuchaba en silencio, herido, en la soledad perfecta que le ofreció aquella cabina inesperada.