Orlando Quintero y Lourdes Naranjo eran un matrimonio del montón, en lo que a la economía se refiere. No eran pobres, pero, desde luego, no llegaban a clase media. Eran de esos matrimonios con su pisito, ya pagado, por fortuna, un coche para cada uno, pero ya de algunos años. Vivían bien, sin lujos, pero cualquier revés los podía poner a los pies de los caballos.
Ambos ya habían cumplido su primer medio siglo. Él, a sus ojos, no es que fuese celoso, aunque un tanto posesivo, sí que parecía. Era de puertas para adentro donde lo mostraba a ráfagas, por eso, casi nadie se había dado cuenta, y, por supuesto, entre ellos dos tampoco lo hablaban.
Mientras sus vástagos crecían, él trabajaba y su mujer los cuidaba. Eso no impedía que ambos buscaran tiempo para ellos, para su intimidad y sus confidencias a solas, ya fuera en casa o yendo juntos a las calas del sur de la isla, tan cerca, pero tan poco conocidas, donde tener cierta intimidad, donde buscarse, y donde encontrarse. Sin embargo, el castillo de naipes se cayó cuando sus hijos dejaron de necesitar atención, y su mujer se reincorporó a su trabajo como enfermera.
Fue entonces cuando el trauma reapareció agravado, porque para Orlando volvieron los miedos, volvieron las sospechas, volvió a obsesionarse, a seguirla, y volvieron las malas palabras y las faltas de respeto, ésas que ambos habían hibernado mientras ella permanecía en casa, encargada de los hijos. Era tanta la obsesión, que Orlando usó sus días de asuntos propios para seguirla, hasta que, de repente, pasó. Se quedó paralizado, no podía creerlo, estaba viendo a su mujer desnuda, cambiándose en el asiento trasero de un taxi a plena luz del día. Ahora que sus sospechas habían ganado la batalla, ahora que lo había visto con sus propios ojos, ahora que su mundo se derrumbaba, su mente se preguntaba: «¿Será verdad?».