Pasear es un privilegio. Y no solo por los beneficios físicos que ocasiona. Siempre ha existido una íntima relación entre caminar y pensar. Leo que a los seguidores de Aristóteles les llamaban peripatéticos, que en griego significa “los que pasean”. Uno de los recuerdos más hermosos que guardo de mi madre es el de ella paseando. Caminaba con la determinación de un tren. Nada podía interrumpir ni su marcha ni su destino. Creo que el paseo daba a su vida una dimensión de intimidad de la que carecía en su quehacer diario. Por eso sospecho que buscaba y provocaba el paseo. Porque caminando se encontraba consigo misma. Pasear fue para ella una especie de liturgia, una filosofía de vida que la acercaba al placer racional que provoca la ausencia de toda turbación. El paseo diario como método innegociable e irrenunciable para alcanzar el sosiego. La tan deseada y breve paz interior. No es de perogrullo pensar que quizá fuera epicúrea sin tan siquiera saberlo.
Hace unos días traté de calmar la zozobra de mi hijo invitándole a pasear juntos. Cuanto más caminábamos más tranquilo se encontraba. La moraleja es evidente: el diálogo y los pasos calman sobremanera. Muchísimo. Mientras paseábamos y hablábamos, alcanzamos los dominios de un estanque enorme, una mareta inmensa que me place contemplar. Siempre me gustó ese paisaje por su sencillez. Por la luz líquida del aire que flotaba en la blanca potencia del vacío. Por el susurro de la pequeña cascada que se precipitaba en su interior. Por la garza mayestática que posada en las viejas paredes de piedra observaba con una quietud inquebrantable el peso de la luz al atardecer. Más que una imagen anodina, a mí me parecía un viaje a través del tiempo que me permitía trasladarme a la isla prehumana, aquel lejano territorio deshabitado, aquella época donde el agua corría sin impedimentos y las aves cruzaban el cielo con total libertad. La idea de una isla sin humanos siempre me ha parecido sugerente. Y atractiva. Escribo en pasado porque todo ha desaparecido. Unos obreros han subido la pared que linda con el estanque y ahora el alto muro oculta desde el Paseo esta belleza atemporal. Para siempre. Lo que no se ve, deja de existir. Quizás sea el tributo que tengamos que pagar por nuestros privilegios. Entre ellos, pasear.