No sé si el motivo es un accidente o las obras en la calzada, pero lo cierto es que llevamos largo tiempo anclados en el asfalto. La guagua está casi vacía. Los contados pasajeros tratamos de hacer lo que buenamente podemos para sobrellevar la espera. Casi todos se entregan a sus móviles. Los menos, hablan entre ellos. Yo, resignado, atrás, solo, cierro el libro, lo coloco en mi regazo y miro a través del ventanal. Al otro lado de la bahía, la ciudad se estira como una exquisita proyección geométrica, como un equilibrado dibujo que parece haber sido trazado y coloreado exclusivamente para mí. De nuevo la vida y sus bellezas inesperadas.

Al norte de la ciudad, tras los volcanes dormidos, un haz de luz gira y gira. Y vuelve a girar, alternando un brillo deslumbrante con la oscuridad abismal que vierte esta noche sin luna. En la proa de la isleta está el faro, ese ojo de cíclope que no ve pero que nació para ser visto en medio de las tinieblas. Pienso que hay algo misterioso, hermoso y salvaje en esa torre solitaria cuya existencia me fascina; en esa construcción exacta surcada por el salitre y la brisa. Me pregunto por qué los faros son tan magnéticos, por qué agitan siempre algo profundo en las personas. ¿Quién no se ha quedado embelesado mirando su luz?

La espera se alarga. La paciencia mengua. La guagua, como el poso melancólico de una tarde de domingo, se convierte en una cárcel desconcertante. Guardo el libro, me acomodo en mi asiento y cierro los ojos. Sumergido en la oscuridad interior, imagino cómo sería mi vida en ese faro. Y veo a un hombre solitario enamorado de la luz. Un hombre solo que dialoga con las gentes del mar sin utilizar palabras. Sólo una lámpara incandescente que, guardando sus secretos, vive y mantiene con vida a los demás. Por alguna razón que no consigo comprender, en medio de esta ilusión que orbita alrededor de la soledad y el silencio, me siento bien. Muy bien. Y me digo, convencido, que los paisajes más hermosos siempre se miran con los ojos cerrados.