El maestro, bajo el dintel de la puerta, invitó a sus alumnos a que salieran del aula y le siguieran. Juntos caminaron en torno a la vieja escuela hasta que llegaron a la fachada de solana. Allí se detuvieron. El maestro les pidió que se colocaran en semicírculo y que miraran hacia el reloj de sol que había terminado de instalar. Señalando el largo clavo que sobresalía de la pared como un obelisco minúsculo y horizontal, explicó que su sombra hacía de manecillas del reloj. Que ahora apunta hacia el oeste porque el sol brilla por el este. Que la sombra, gradualmente, se irá haciendo más corta a la vez que avance el día. Y que tras el almuerzo, la sombra apuntará hacia el este, alargándose a medida que se consolide el atardecer. ¿Y esas marcas en la pared?, le interrumpió el niño más pequeño de todos. Para medir el paso del tiempo. Son las horas, matizó. ¿Qué es el tiempo?, se oyó preguntar. El maestro, desconcertado, miró el arco de niños buscando el origen de aquella inesperada interrogación. Sus ojos se detuvieron en aquel chaval silencioso y retraído de pantalones cortos y camisa blanca, hijo de padres pobres y analfabetos, que cada día llegaba a la escuela atravesando a pie cercados y caseríos. El maestro se acercó hasta él, se agachó y le puso una mano en el hombro. El niño sonrió y de su boca salió una estrella que subió y subió, como un globo de helio, hasta desaparecer. Atónito, el maestro oyó el zumbido del viento sobre los trigales y el estertor de las flores moribundas que aún resistían en las ramas de los almendros. Entonces ocurrió algo en su interior. Algo inesperado que lo arrancó del lugar y lo llevó hasta la región enigmática del ensueño donde aún latía su obsesión por ella. Y sintió el rayo de la clarividencia, la mordiente certeza de que no vería jamás aquellos ojos grises, sus manos delicadas, el cuello irrepetible. La provocadora exactitud de sus labios. Ni el próximo otoño, ni el próximo invierno. Ni la primavera siguiente. Nunca más, pensó. Con los ojos humedecidos, miró hacia la escuela y vio al sol brillar en la ventana y a la brisa inflando los visillos descosidos. Ante él desfiló aquello que no fue, la añoranza de lo que pudo haber sido. En silencio, parpadeó repetidamente. Luego se giró, se puso de cuclillas y respondió al alumno con una dulzura y una contundencia incuestionables: para unos, el tiempo no existe, le dijo. Otros, en cambio, lo imaginan como un caballo hermosísimo pero indomable. Y ahora, volvamos adentro, pidió casi sin voz a sus alumnos. Cuando comprobó que el último de la fila ya había entrado en la escuela, se secó sus ojos con el dorso de la mano y exhaló un hondo suspiro de resignación.