Estos días pasados de la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo, nosotros los cristianos hemos estado con Él, con el Dios de la biblia. Esto es lo que distingue a los cristianos de los paganos. “¿No habéis podido velar conmigo una hora?”, pregunta Jesús en Getsemaní.
Jesús puso en el centro de su mensaje el tema del Reino o” reinado” de Dios. Puede gustar más o menos a la jerarquía de la iglesia, pero para Jesús el reino de Dios se hace presente, se manifiesta y consiste, ante todo, en aliviar el sufrimiento humano. Anunciar el Reino se asocia a ir por la vida “curando todo achaque y enfermedad del pueblo” (Mt 4, 23 b par). Así como la misión de anunciar el Reino se une directamente con la tarea de “curar enfermos, resucitar muertos, limpiar leprosos y expulsar demonios” (Mt 10, 7 par). Por eso como bien explican los mejores exegetas, el reinado de Dios es el amor sin límites de Dios a los menospreciados y marginados, a los pobres, a las mujeres, los pecadores y a los samaritanos. Lo central y determinante, la actividad y enseñanzas de Jesús, estuvieron en su profunda humanidad y cercanía a quienes sufren en la vida.
Para otros el tema del Reino de Dios se desplaza desde lo que humaniza a lo moralizador, lo que equivale a decir; que lo importante en la vida no es remediar el sufrimiento de la gente, sino imponer obligaciones y deberes a aquellos con quienes nos relacionamos. Como es evidente, esta manera de presentar a Dios y hablar de Dios resulta difícil de armonizar con el Dios, Padre siempre bueno y acogedor, del que nos habla Jesús en el sermón del monte (Mt 5, 44-45) o en la parábola del hijo extraviado (Lc 15, 11-32). El padre acoge siempre, perdona siempre, no pide explicaciones ni ajusta cuentas. La ira (orgê) aparece en Jesús contra los demonios, causantes de sufrimiento para los humanos (Mc 1, 25; 9, 25; Lc 4, 41). Y cuando Jesús siente “ira” hacia las personas, no se refiere a los pecadores, sino a los hombres religiosos, que, por fidelidad a sus tradiciones, acechan y amenazan a Jesús (Mc 3,5). Según el Dios en el que creemos, así es la conducta que adoptamos.
Jesús vio que el ser humano se encuentra con Dios cuando se encuentra con los demás, sobre todo con quienes más sufren en la vida, el centro de las preocupaciones religiosas parece ser que no son el sufrimiento, sino el pecado. Somos capaces de preguntarnos dónde podemos encontrar a los que sufren, los que pasan hambre, los enfermos, los despreciados pecadores, los humillados, (los niños, huérfanos, viudas…), o es más importante preguntarnos dónde podemos vencer el pecado, dónde nos ponemos en camino de salvación.
En el Evangelio de Juan se ve y se palpa que la misión de Jesús, lo determinante no fue la religión ni sus rituales, sino su humanidad y la sensibilidad ante el sufrimiento o la felicidad de los demás. Otro ejemplo, a mi entender queda patente desde casi el comienzo del Evangelio de Juan, la boda de Caná (Jn 2, 6) pone el mejor vino en una fiesta de amor entre seres humanos que se querían.
Que en esta Pascua de Resurrección llevemos a la práctica que podemos ser profundamente religiosos, pero religiosos de otra forma, de una manera distinta, no porque yo quiera inventar. Sino porque queremos recuperar, ¿qué?, nuestra propia humanidad, a partir del mandamiento que nos dejó Jesús:
“Encontrarás a Dios en cada ser humano que te encuentres en la vida”
Esto es lo que se deduce lógicamente del texto que describe lo que va a tener en cuenta Dios en el juicio final (Mt 25, 31-46). Y así será. Aunque tengas demasiadas preguntas y más oscuridades sobre si es verdad o no es verdad lo de Dios. Lo que no se comprende es que, por un puñado de dinero, de poder o de ridícula importancia, dejes en la cuneta del camino lo mejor, y lo más importante que tenemos: “ser humanos”.