Dentro de cada uno de nosotros habita un enteradillo. Y dentro de ese sabelotodo se esconden desde un ministro de sanidad, a un doctor en economía y hasta un seleccionador nacional. Lo que quiero decir, por si no se me ha entendido, es que de todo sabemos y de todo opinamos. Estos días hay sobreabundancia de juicios en las sobremesas: toca decidir quién fue el mejor jugador de la historia. Confieso que no me gusta el fútbol y que soy un supino ignorante en todo lo relacionado con el balompié. Pero he de reconocer que algo tendrá el agua cuando la bendicen.

A Pelé lo vi jugar gracias a Luis. Mi amigo siente admiración por el astro brasileño desde siglos atrás, cuando éramos niños e indocumentados. Como entonces nos sobraba el tiempo, gastábamos horas viendo una y otra vez partidos y documentales del jogo bonito en cintas que alquilábamos en el videoclub. No creo equivocarme si afirmo que para Luis, Pelé, más que un jugador irrepetible, era una forma de entender la vida, de driblar con elegancia, genialidad y hasta cierto lirismo el marcaje agobiante al que nos termina sometiendo la rutina, el tedio. El desamor.

Cuando Maradona marcó aquel gol irrepetible contra Inglaterra, yo tenía once años. Con esa edad era inevitable observar el mundo a través de la mirada de aquel héroe inmortal que para mí era entonces mi padre. Aún lo veo celebrando, entre incrédulo y extasiado, la obra maestra del Pelusa, como si esa jugada perfecta la hubiera ejecutado un hijo suyo. A partir de ese gol, quise a Maradona como a un hermano.

Del mundial catarí solo vi la final. Y gracias a mi hijo, que en el preámbulo de la contienda, anunció que él iba con los aqueos. La irresistible atracción de la épica. Había que ver cómo se estremecía cada vez que Aquiles, disfrazado de Messi, avanzaba con el balón. No olvidaré mientras viva el fulgor de sus ojos cuando el argentino exhibió a los pies de Troya el trofeo ganador. Quien es padre sabe bien lo que es soñar con la felicidad de su hijo.

Reconozco que no me gusta tener que elegir. Ni tan siquiera en el supermercado. Porque toda elección es siempre un acto de injusticia. Por eso, coincido con Carlos Marzal: lo mejor, en cualquier circunstancia, sería no tener que escoger. Nunca. Y así, poder quedarnos con todo al mismo tiempo. Pero el caso es que resulta imposible: estamos condenados a elegir lo uno o lo otro, lo de aquí o lo de allá. Esto o aquello. Afortunadamente, yo lo tuve fácil: el libre albedrío me sugirió que eligiera a mi amigo, a mi padre y a mi hijo. Todos juntos. Todos a la vez. Y para siempre. Al fin y al cabo, me da igual el fútbol. Por qué no decirlo.