Fuiste tú quien descubrió el cadáver de Bi. Subiste a la azotea a buscarlo, como hacías cada día al regresar del colegio, y lo encontraste dormido para siempre sobre el escalón. Azorado, me llamaste por teléfono pidiéndome que viniera a casa lo antes posible. Cuando llegué, te encontré roto. Llorabas como el poeta en su elegía, sin consuelo. Entonces me preguntaste, con ojos temerosos, si yo también iba a morirme. Algún día, me limité a responder. Era algo que ya habíamos hablado, pero esa vez lo preguntaste guiado por una intuición demoledora. Como si un abismo se abriera bajo tus pies. Como si la niebla de tu inocencia se disipara y apareciera ante ti un paisaje inexplorado y perturbador. Sócrates afirmaba que lo que se aprende por descubrimiento no se olvida nunca. Creo no equivocarme al pensar que con esa pregunta le quitaste el velo a la verdad y, por vez primera, le viste el rostro a la vida finita, al dolor inconsolable. Fue como si volvieras a nacer, pero esta vez en una existencia que a veces te resultará absurda y rara, ajena y dolorosa.

Luego, durante el paseo, quisiste saber si yo había llorado igual que tú cuando murió  mi madre. Nos quedamos un buen rato en silencio antes de reconocerte que sí, mucho. “Pero más que el día de su muerte o el del entierro, el momento en el que más lloré fue cuando advertí por primera vez su ausencia. Cuando sentí en mis adentros que no la vería jamás”, te confesé.  

Recuerdo algo más de ese paseo, al que la memoria aún me empuja una y otra vez. Recuerdo que más que consolarte, yo trataba de reconciliarte con la esperanza. Por eso te dije que, quizás, Bi te espera al otro lado del tiempo, más allá del tiempo, después del tiempo. Tal vez, todo sea mucho más sencillo de lo que pensamos. ¿Me entiendes?, te pregunté. Tú, callado, triste, negaste con la cabeza. Entonces traté de explicarte que tu perro está ahora a trece mil millones de años de aquí. Porque esa es la edad del universo. Y como él ha dejado de existir ha tenido que retroceder todo ese tiempo. «Sé que es una distancia enorme, pero es lo único que te separa de él», maticé. Con gesto torcido, me preguntaste si había forma alguna de recorrer esa distancia tan grande. Con la imaginación, dije sin dudarlo. «Con la mente puedes viajar hacia donde te lo propongas. Puedes llegar hasta el borde mismo del universo. Eso es lo que tienes que hacer: cierra los ojos y viaja hasta allí; pídele que se acerque y luego lo abrazas». Recuerdo que te miré y vi tus ojos de nuevo iluminados.

Me hubiese gustado advertirte que tuvieras cuidado porque el cerebro miente. Engaña. Falsea. Porque quiere protegernos. Porque su misión es nuestra supervivencia. Pero me limité a añadir que, a pesar de las desgracias, la vida es bonita. Luego nos sentamos en silencio a observar el horizonte, la mar en calma.