LA ÚLTIMA CASA

No era la primera vez que iba, aunque, hoy, era diferente. El acceso principal estaba cerrado, así que, para entrar tuvo que dar un rodeo. Una vez dentro, comenzaba el laberinto de edificios con oscuras ventanas y flores.

A derecha e izquierda, varias personas, todas de cincuenta años o más, se afanaban por los paseos peatonales, cogiendo agua, limpiando, cortando flores y colocándolas en las ventanas familiares.

Él sabe que debe llegar hasta el final, que fue el principio, pero no puede dejar de mirar las oscuras ventanas que se asoman por los pasillos que cruza. Cada una tiene una historia: algunas, oscuras y antiguas, sin flores; otras, nuevas y recientes, más lustrosas, menos olvidadas.

Pero todas ellas son ventanas tristes, aunque las flores sean vigorosas. Da igual que estén en la quinta planta, o en el bajo; el resultado es el mismo, ninguno de sus moradores querría estar allí, pero todos terminaremos ocupándolas, sin remedio.

Mientras caminaba y miraba, llegó al último pasillo, al final del recinto, donde empezaron a construirlo. Busca el número de la ventana, la encuentra. Hace casi una década que vino a acompañarle en su último paseo, su nombre no está grabado, están los apellidos de la familia. Pero él está ahí, le habían confirmado que su número era el quince. Paradojas de la vida y de la muerte, está justo en frente de los mausoleos. Hubo una época en que los entierros eran de primera, segunda o tercera, cuando vivíamos en un país más religioso, y los pudientes, además, eran enterrados en mausoleos, también aquí, en mi pueblo.

Había venido alguna otra vez, pero no había localizado su última morada. Esta vez se aseguró, antes de ir, de poder encontrarla. Él también, en la cincuentena, trajo flores, las cortó, se las puso, le rezó, y le dio gracias por todo, por tanto.

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