Personalmente, cuando yo leo el evangelio de este domingo, Juan 20, 19-31. Me parece excesiva y empedernida la incredulidad de Tomás: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré”.

Y si embargo, Jesús con su infinita bondad y compresión condescendiente con su apóstol incrédulo. Ante la evidencia de los signos y la gran misericordia de su maestro, Tomás queda rendido y conquistado y concluye con una hermosa profesión de fe: “Señor mío y Dios mío”.

Yo, como Tomás, soy duro, pragmático y rebelde. Tomás es un perfecto representante del hombre de hoy, me atrevo a decir de todos los tiempos, de cada uno de nosotros.

¡Cuántas pruebas exijo para creer! ¡Cuántas resistencias interiores y cuánto empedernimiento antes de doblegar mi cabeza y mi corazón! Exigimos tener todas las pruebas y evidencias en la mano para dar un paso hacia adelante. Si no, como Tomás, ¡no creemos!

Creemos a nuestros padres porque son nuestros padres y porque sabemos que ellos no nos pueden engañar; creemos al médico en el diagnóstico de una enfermedad, aun cuando no estamos seguros de que acertará… A veces pienso que soy ridículo y tonto.

También a veces me comporto como el bueno de Tomás, tal vez su incredulidad y escepticismo son fruto de la crisis tan profunda en la que había caído. ¡En sólo tres días habían ocurrido cosas tan trágicas, tan duras y contradictorias que le habían destrozado totalmente el alma! Su maestro había sido arrestado, condenado a muerte, maltratado de una manera bestial, colgado de una cruz y asesinado. Había sido tan amarga su desilusión como para dar crédito a esa noticia que le contaban sus amigos los otros apóstoles.  

A mí también me pasa muchas veces lo mismo. Me siento tan decepcionado, tan golpeado por la vida y tan desilusionado de las cosas como para creer que Cristo ha resucitado y realmente vive en nosotros. Nos parece una utopía, una ilusión fantástica o un sueño demasiado bonito para que sea verdad. Y, como Tomás exijo también demasiadas pruebas para creer.

Pero mi fe, por definición, creer lo que no he visto y dar el libre asentimiento de nuestra mente, de nuestra voluntad, a la palabra de Dios y a las promesas de Cristo. (Les invito a leer el capítulo 11 de la carta a los Hebreos).

Dichosos los que crean sin haber visto, la fe es un don de Dios que transforma totalmente la existencia y la visión de las cosas.

Les deseo un feliz domingo de la Misericordia.