VACÍOS

Hay palabras que me resultan atractivas tanto por su sonoridad como por su significado. Laniakea, por ejemplo, me encanta. Así llamaron unos astrofísicos a la acumulación de galaxias que alberga a la Vía Láctea. Significa ‘cielos inconmensurables’ y fue propuesto como homenaje a los navegadores polinesios, capaces de adentrarse en el Océano Pacífico gracias a su conocimiento de los cielos. Otras, en cambio, despiertan en mí una reacción opuesta. Me sucede con huérfilo, término que nació hace unos años para que los progenitores que han perdido a sus hijos tuvieran una palabra que nombrara su condición desolada. No oculto la tibieza que me genera el invento. Ni me gusta ni me convence. Quizás porque crea que no existe un término para definir un dolor tan indescriptible. Un vacío tan inmenso. La muerte de un hijo es un cataclismo de la razón. Una claudicación imperdonable de la vida. Los físicos aseguran que todo a nuestro alrededor es vacío. Y nuestro interior, también. Todos nosotros vivimos a la altura de nuestros ojos, a mitad de camino entre las estrellas y los átomos. La mayor parte del cosmos está vacía, al igual que las partículas elementales que nos componen. La ciencia afirma que si juntáramos todos los átomos de todos los seres humanos del planeta (somos más de ocho mil millones) y elimináramos su espacio vacío, el resultado ocuparía lo mismo que un terrón de azúcar. La naturaleza plantea sorpresas que superan con mucho la imaginación humana. Particularmente, no creo que nuestra mente alcance a comprender esta física del vacío. Pero que no la comprendamos no quiere decir que no exista, y que no seamos capaces de sentirla. Por eso muchos padres no encuentran consuelo en el lenguaje. Porque no hay palabra que abarque ese inmenso e insoportable vacío que provoca la pérdida de un hijo. Porque no hay en el español término que dé sentido a semejante tragedia. Nos cuesta entender cómo el universo, con toda su inmensidad, nació de un átomo minúsculo, microscópico. Insólito. También ignoramos cómo cabe todo ese vacío cuántico en el pesar y la melancolía de la pérdida, ese lugar oscuro y frío. Esa montaña de aristas innombrables.