—¡Tenemos que hablar! —Le dijo con cara de póker.
Ella le miró, sin lograr averiguar que pretendía, y le preguntó:
—¿He de preocuparme?
—Sólo quiero comentar un asunto contigo.
—Salgo a tirar la basura, y al volver, hablamos —. Los apenas cien metros que separaban su pequeña casa prefabricada del contenedor de residuos orgánicos se le hicieron más cortos que nunca. Acababan de celebrar sus bodas de plata, sus mellizas ya se habían independizado, y tenía un buen trabajo.
Ella sostenía a la familia, y él se encargaba de la casa, salvo los domingos. No conseguía adivinar de qué quería hablar su esposo.
—¡Casi no llegas! —le dijo, sentado en el viejo sillón, que les regalaron sus suegros cuando nacieron las niñas, mientras ella entraba a la sala.
—Usted dirá, señor misterioso —le respondió en tono jocoso para quitarle hierro al asunto, mientras tomaba asiento.
—Sólo te pido que no me interrumpas —le dijo con la cara desencajada—. Llevamos casi treinta años juntos, no hemos tenido una mala vida, y hemos criado a las niñas lo mejor que hemos sabido. Al principio, me costó asumir que tú trabajases mientras yo me quedaba en casa, aunque era lo mejor, tú eras la que ganabas más dinero. Aun así, ha habido momentos difíciles, como tu aventura con el difunto director del colegio de nuestras hijas. Eso estuvo a punto de destruir a esta familia, aunque, en realidad, nada volvió a ser lo mismo.
—No pretenderás que me flagele de nuevo, ¡han pasado casi veinte años!
—¡Te dije que no me interrumpieras! —le gritó. ¡Te digo que ya nada fue lo mismo porque nunca conseguí superarlo! Y no es fácil para mí confesarte lo que he hecho durante este tiempo.
—¡No te habrás atrevido a engañarme, después de los sermones que me diste!
—¡Qué no me interrumpas, coño! Estoy intentando decirte que… ¡que soy el asesino de la lotería! Cada veintidós de diciembre, localizo a un hombre que se parezca a tu examante, para matarlo, como hice con él cuando descubrí que me engañabas.
Y ella, ya no fue capaz de interrumpirle más.