Vuelve al mismo lugar, con la imagen del sitio que visitó por primera vez hace, al menos, una década. Era un lugar agradable, con un mirador interesante. En una esquina, un prismático de pago con el que podías ver el fondo de la Caldera de Bandama. Allí, tan cerca, pero tan lejos, la casa, el alpendre, los terrenos de ceniza volcánica cultivados, y el único habitante afanado en las labores agrícolas bajo un sol de justicia.
En las muchas reposiciones que hacía la televisión pública de la película Viaje al centro de La Tierra, su imaginación siempre le llevaba a recordar a ese hombre, y cómo, sin saberlo, podría estar viviendo junto a la puerta hacia el centro de La Tierra. Otras veces, lo veía como el ejemplo de quien vive en un caldero, que otro puede poner al fuego en cualquier momento, sin que te dé tiempo a escapar.
Hoy, volvió huyendo de su propio caldero, pensando en encontrar el mismo lugar. Sin embargo, igual que él, ya no era el niño que había ido allí de excursión; el sitio tampoco era el mismo. El mirador tiene un cartel colocado hace años comunicando su cierre por unas reformas que, por lo que se ve, nunca empezaron. Del mágico prismático no hay rastro, y en el cráter nadie se afana en cultivar nada. Quizás, su inquilino se cansó de guardar la puerta, o bien, la prudencia le ha hecho abandonar un sitio tan peculiar.
Hoy, en su cumpleaños, a él le habían puesto su caldero a calentar, el día que más dolía. Alguien pretendía que dejase de cultivarse, las razones no las supo, quizás fue el olvido, quizás la desidia, el egoísmo, o haber tenido éxito donde otros habían fracasado.
Algunos habrían bajado los brazos y dejado a su suerte su cráter, pero él no se lo podía permitir. Ya hubo un tiempo en el que había estado hundido y había conseguido salir. No sería fácil, pero el trabajo duro le permitiría encontrar el camino que le sacaría del volcán al que le acababan de lanzar.