Apenas ha pasado una década desde que mi vida cambió. Llevaba años deambulando entre trabajos temporales, sin asentarme en ningún sitio y sin estar contento con mi vida. Doblemente divorciado, trabajando para pasar pensiones a unos hijos que no querían verme, y viviendo en una habitación compartida en un piso patera, con inmigrantes ilegales, en mi propio país.

            El catorce de marzo de 2014, un asturiano y yo, en ambas puntas del país, nos repartimos casi tres millones de euros. Aquel día, me encontraba mal y no pude desayunar cuando salí a trabajar. Así que, a media mañana, me acerqué a un bar cerca de la obra para pedirme un bocadillo. Nunca había estado allí, era un receptor de loterías, y, con lo que me sobró del bocadillo, pedí un par de apuestas para la Bonoloto de aquel día.

            No se lo conté a nadie. Después de unos meses, cuando el trabajo se acabó, me vine a Madrid. Dije que me había salido un buen curro, y como mis amigos ya no me echaban de menos; y a mi familia, mientras les llegase la pensión, no les importaba a dónde fuera. Ordené una transferencia periódica y me mudé a La Latina. En todos estos años, nunca se han planteado ni siquiera venir a verme.

            El piso no fue precisamente barato, estaba recién reformado, y el edificio centenario, con estructura de madera, estaba muy bien cuidado. Era coqueto, con un dormitorio decente, un baño normalito, y un salón-cocina amplio. Para mí solo, ¿para qué quería más? Como nunca miraba hacia afuera, no me importaba que fuese interior.

            Ahora que el tiempo se acaba, recuerdo un vídeo que vi por casualidad no hace mucho tiempo, en que unos jóvenes definieron mi vida sin conocerme. Yo me levantaba por la mañana, podía hacer lo que quisiera, salía a comer a dónde quisiera. Si el camarero ya conocía mis costumbres, cambiaba de bar. No quería conocer a nadie, ni que nadie me conociera. Me sentaba en las terrazas con mis gafas de sol, al estilo Mejide, a ver pasar la gente. Compraba todos los asientos a mi alrededor en el teatro, para que nadie se me acercara. Llegaba por la noche a mi apartamento a ver, en series, la vida inventada por otros. Todo eso me hacía, creía yo, un hombre independiente.

            Ahora que el incendio devora el edificio, y los bomberos no pueden rescatarme, me doy cuenta de que no era un hombre independiente, sino, que vivía en soledad.

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