—¡Estoy preparado!

—¿Seguro?

—Sí. ¡Es mi momento!

—Pero si apenas tienes 21 años —le chinchaba el abuelo.

—Y tú noventa.

—Y cada día me cuesta más levantarme, mi niño.

—Eres fuerte, ¡a mí no me engañas!

—¿Sabes? Mi objetivo era vivir para ver cómo tu padre crecía. Quería sentirme orgulloso de que fuera un hombre de provecho. No fue fácil que siguiera el buen camino. Aun así, logró ser un gran hombre. Saltó zanjas, subió escaleras, se levantó cuando lo tiraron, y fue reconocido en su profesión. Mientras yo lo miraba con orgullo, logró ser mejor, mucho mejor que yo.

» Destacó tanto, que no pudieron dejarle, así que le captaron. Y, quizás, por ser tan fantasioso como yo, accedió a trabajar con ellos. Era un secreto; en realidad, yo no supe cuál era ese trabajo nuevo que tenía, hasta que celebramos tu primer cumpleaños.

» Ese día, mientras paseábamos por las Canteras él, tú, y yo, se nos acercó un joven. Nos llamó por nuestro nombre, y se detuvo unos minutos a hablarnos. Le dijo, con el tono grave que debía, que si quería sobrevivir, debía marcharse. Entonces, tu padre me miró, te dio un beso, te dejó conmigo y se fue. Y ahí estaba yo, en la casilla de salida de nuevo. Tuve que desear una prórroga. Tenía que vivir hasta verte convertido, a ti, en un hombre de provecho.

—Y si está vivo, ¿por qué nunca ha vuelto? ¿Por qué nunca ha escrito?

—No lo sé, ni lo sabré nunca. Hoy te marchas y no volverás, así que ya no me queda nada por lo que esperar, ni prórroga que solicitar.

—No seas tonto, abuelo.

—No lo soy. Simplemente lo sé. ¿Sabes por qué no te he preguntado a dónde te vas a ir a trabajar?

—Pensé que era porque confiabas en mí.

—Y así es, pero juego con ventaja. Tú eres quien nos visitó hace veinte años. Y le dijo a tu padre que huyese, y a mí que te criase bien. Ahora te vas a reunir con él, y yo, descansaré al fin.