Pino Ojeda Quevedo ¡Ya era Hora!»
El 17 de agosto de 1916 nacía en el pago de Las Casas del Palmar de Teror una niña, del matrimonio de Rafael Ojeda Díaz, natural del pueblo cumbrero de Artenara, y de María de Jesús Quevedo Naranjo, nacida asimismo en las tierras terorenses e hija de Luis Quevedo Henríquez y Juana Naranjo Suárez.
Aunque las raíces familiares estaban fuertemente arraigadas en El Palmar y procedían desde Diego Ramírez, mayordomo de la palmarense Ermita de las Nieves en el siglo XVIII; había sido el matrimonio el 9 de diciembre de 1875 de don Luis y doña Juana el que los había instalado en el barrio. Luis Quevedo había nacido en la calle Mayor de Triana el 21 de abril de 1858, hijo de Antonio Quevedo Henríquez y Leonor Henríquez González. Su esposa Juana era hija de Blas Naranjo Domínguez, natural de Arbejales, que había traído el apellido al Palmar en el siglo XIX.
Los dos eran menores de 20 años cuando casaron en 1875, y conformaron una familia marcada como tantas de la época, por las frecuentes ausencias del marido por tierras americanas en busca de fortuna; por lo que sería la esposa la que se ocupó de los muchos menesteres que la vida campesina traía consigo. Desde la década de 1880 hasta ya entrado el siglo XX, fueron las idas y venidas del cabeza de familia desde Cuba una permanente circunstancia de sus vidas, pero ello le permitió consolidar una mediana hacienda que aseguró su prestigio social y económico en toda la Villa de Teror.
Por lazos de la fortuna o consecuencias genéticas la descendencia con posteridad del matrimonio estuvo constituida solamente por hembras, lo que establecerá una de las características más concluyentes de la familia y a la larga de Pino Ojeda: el fuerte carácter de las mujeres que la formaban, y su clara determinación de mejorar, de ir a más.
Las hijas del matrimonio Quevedo-Naranjo fueron cuatro: Leonor, María del Pino, Eloína y María de Jesús. Y sería en este núcleo familiar de fuerte presencia femenina, con ansias de mejora, y sin la presencia de su propio padre, ausente en Cuba por los mismos motivos ya argumentados para su abuelo, donde nacería Pino Ojeda en 1916. Hasta que años después, retornó su progenitor y decidió el traslado de la familia a la ciudad de Las Palmas, su primera infancia transcurrió en los cortos horizontes de la edificación que aún hoy conocemos como “Las Casas”, ubicada junto a las tierras de su abuelo y al lado de un umbroso, melancólico u hasta poético Barranquillo llamado “de La Pila”. Pino recordaba años más tarde ese regreso de su padre con el asombro que causó a todos sus parientes su repentino envejecimiento y enfermedad. Y fue precisamente el deseo de mejorar el futuro de su descendencia el que decidió el traslado a Las Palmas y marcó un primer eslabón fundamental en la cadena de la vida y obra de Pino Ojeda.
Sin abandonar totalmente el barrio, sus abuelos se trasladarían posteriormente a la Villa de Teror, a una casa situada junto al inmueble que ocupaba entonces el Casino terorense, en la actual calle Padre Cueto; y ya sería allí donde en los años siguientes se prolongaría la relación de Pino Ojeda con Teror y sus gentes.
Fue, según sus propias palabras, una niña rebelde, apasionada e inestable, animada permanentemente por un ansia de curiosidad insatisfecha. Su vida en la ciudad, los paseos por Santa Ana, los cuentos y lecturas de su padre…, fueron configurando una infancia que ya permitía vislumbrar una juventud y una madurez de pletórica producción artística y creativa.
Sus primeros poemas se publican en la revista Mensaje, a mediados de la década de 1940; y en 1947 la misma revista publica su primer libro “Niebla de sueño”, que don Luis Doreste definió como una “elegía larga, desgarrada y penetrante”, donde ya aparecen constantes de su producción artística como el amor, la muerte, la soledad y la naturaleza, tratados con un profundo lirismo. En el libro aparece fuerte y doloroso el recuerdo del esposo fallecido y, a veces, momentos de profunda desesperanza de, no obstante, una infinita belleza.
En 1954, la editorial Rialp publica “Como el fruto en el árbol”, que había ganado el primer accésit del premio Adonais del año anterior constituido como un poema unitario sobre el tema de la búsqueda del amado imposible. En 1956 gana el premio “Tomás Morales” con su libro “La piedra sobre la colina”, que no obstante no verá la luz hasta 1964.
Pasan dos décadas de silencio, que no de holganza artística, y en 1987, un nuevo libro, “El alba en la espalda”, trae a los lectores nuevamente poemas donde la muerte cotidiana, la destrucción del tiempo, el aire de la ausencia, sombras conocidas y desconocidas surgen del universo particular de Pino Ojeda con una fuerza inusitada y llenando toda su creación de los fantasmas, anhelos y pasiones que siempre la han caracterizado.
En 1991, recién llegado a la Concejalía de Cultura de la Villa organicé una Velada Poética dentro de la programación del Pino, en la estuvieron presentes la noche del 10 de septiembre, Pino Betancor, José María Millares, Domingo Velázquez, y la propia Pino Ojeda bajo el lema de “Mi vida y la poesía”. Yo temblaba en la puerta de la Casa de la Cultura. Nacido como ella en El Palmar había disfrutado de la lectura de alguno de sus poemas, pero quería conocerla, ansiaba estrechar la mano de aquella señora que “presumía” ser del mismo pequeño pago terorense en el que aún este cronista vivía por entonces. Al presentarme, y transmitirle mi orgullo de haber sido el que la trajera a la Villa Mariana, a su Teror, me espetó tajantemente “Ya era hora” La adoré y la temí desde aquel mismo momento hasta el final de sus días el 27 de agosto de 2002.
Y es que Pino Ojeda creyó siempre que no había conseguido nunca llegar al corazón de sus paisanos. Meses después declaraba su enorme afición por la astrología y, sobre todo, por las cartas astrales. Afirmaba que sólo las hacía “cuando había una persona que le interesaba». Y en su propia carta astral pudo ver que «nunca sería profeta en su tierra» y hasta aquel año siempre había sido así. Siento un íntimo y profundo orgullo de haber iniciado un cambio en aquellas predicciones de los veleidosos astros.
El mismo año resultó ganadora del XI Premio Mundial Fernando Rielo de Poesía Mística otorgado en Ávila, con la obra “El salmo del rocío”, que se publicaría y donde se descubre la unión tan profunda que enlaza la religiosidad de Pino Ojeda con su vida interior y sus ansias más íntimas. Significativamente, en las palabras con la que me lo obsequió cordialmente hace unos años, escribió que me lo dedicaba “en el camino de la luz…”, expresando en esta frase la luminosidad interior que, pese a la tristeza presente, siempre alumbró y orientó la senda de su vida.
A toda esta producción han seguido en los últimos años, una “Antología poética” de 1997 y la edición póstuma de su obra “Árbol del espacio”, con ilustraciones de la propia autora, Juan Ismael y Plácido Fleitas. Por si ello fuera poco, y aunque es más conocida literariamente en su faceta de poeta, fue también autora de novelas, cuentos y piezas teatrales; y, a mediados de la década de 1950, se inició como editora con una colección poética titulada Alisios, donde figuraron no sólo poetas canarios, sino peninsulares y extranjeros.
Quedan inéditos, y por ello, son una promesa de nuevas experiencias de disfrute poético para el futuro, La soledad y el tiempo, Caleidoscopio del tedio, Los brotes nuevos, Trece palabras a Dios, Desnuda como el ángel, Semana de pasión, El derrumbado silencio, etc., etc.
Si esto no bastase, si alguien considera que es poco el ser una de las voces femeninas más preclaras de la poesía española del siglo XX, si todas estas obras no hubiesen existido, sí bastaría su extensa producción como escultora, ceramista y pintora para considerarla una destacada artista y un orgullo para todos los canarios. Este proceso de formación y trabajo comenzó ya en la madurez, con una clara expresión de un sólido recorrido entre la abstracción y el abstraccionismo figurativo, y, no podía ser menos, aprendiendo y experimentando técnicas variadas hasta el final de su vida.
Su extensa y variada producción artística (cerámica, pintura, …) la llevó en los años 60 y 70 a exponer en el Club Pueblo de Madrid (1964), a la Galería St. Paul de Estocolmo-Suecia en 1972, a la Galería Giorgi, en Italia, en 1973, y a otras muchas muestras de su actividad pictórica y escultórica en toda España y en otros países.
Sería precisamente en la presentación de su exposición de Estocolmo, realizada por el escritor Camilo José Cela, cuando éste, analizando su obra, dijera de ella:
“Todos los caminos, incluso el de Damasco, terminan en Roma, y todas las sendas -sin dejar a un lado la de la poesía- pueden llevar a la pintura. Quizás el arte no sea sino la última sombra de las cosas sobre la tierra, cuando las ilumina la honda y nítida luz de Dios. Y en la tierra canaria -que es quizás la tierra más desnudamente tierra del planeta -aquella luz y esta sombra adquieren unos contornos vigorosos y valientes, unos tintes elásticos y durísimos, que sólo sonríen al ser fijados al lienzo-o al verso- -por los espíritus delicados como sismógrafos o crueles libélulas, como niños hambrientos o preocupados lobeznos errabundos.
Pino Ojeda llega a la pintura -se venía diciendo- por el camino real de la poesía. Probablemente también por la sinuosa y difícil trocha del amor. Sus cuadros son como amorosos -sí- y como poéticos -también- gritos en la más alta noche que -pegada a la tierra de sus islas- fue fijada por los pinceles a los que mueve la deleitosa y zurrada sabiduría.
Ante la pintura de Pino Ojeda, como ante las rocas de dulce lava y de misterio amargo de su país, no caben las actitudes neutras. Es posible que esta pintura haga crujir convencionales sensibilidades y graznar airados corazones. Pero también es posible -y así me place pregonarlo a los cuatro vientos- que en esta pintura anide el último alevín del arte cuando el arte se confunde -allá en las más remotas lindes de la conciencia- con el hombre y con la tierra. Porque quizás la tierra y el hombre y el arte sean una y la misma cosa sin que, por ahora, hayamos acertado a explicárnoslo. Ninguna explicación tiene ni el arte, ni el hombre, ni la tierra: esa trilogía del solitario e inescindible corazon.” (Presentación de la Exposición de Pintura de Pino Ojeda en Mallorca, en la Galería Grifé & Escoda -1964)
Sobran más palabras.
No quiero dejar pasar la ocasión de cuando se cumplió centenario de su nacimiento, hubo una especial celebración, más sentida, menos oficial, más singular. Su nieto Domingo Doreste realizó una especial “ofrenda artística” a la artística y sensible memoria de su abuela. La película “ La habitación del fondo” a ella dedicada, con presencias intangibles, serenas, y hasta poéticas como las de la actriz -maravillosa, punzante en la interpretación hasta llegar a doler- Esther Munuera, la del compositor Ner Suárez, la de la cantante Carmen Agredano y tantos, tantos (pueden verla aún si no lo han hecho); que no han hecho otra cosa que redundar en hacer que la carta astral vaticinadora de olvidos quede ella misma olvidada, y pujante al máximo la figura de Pino Ojeda Quevedo.
Ya era hora, como ella misma diría.
Quiero terminar este escrito que como paisano, cronista, admirador y amigo he querido hacerle en un día tan especial como hoy, precisamente con unas palabras con las que ella definía la esencia más profunda de su espíritu:
“Yo siempre he llevado mis manos para dar y recibir, pero no recibir como premio o compensación, sino simplemente como equilibrio, para poder sentir amor, para sentirme plena, para poder vivir porque yo no sabría vivir sin amor. Yo no nací para luchar, pero ¡he tenido que luchar tanto!…Nací para soñar y ver realizados estos sueños, aunque no fueran una realidad. Cuando llegue el momento de ir a la otra orilla lo único que llevaré conmigo son mis manos abiertas llenas de sueños. ¡Hasta que muera seguiré soñando!”
«La Partera Cipriana Santana»
“Yo vengo de una familia que siempre conservó este, digamos, oficio. Mis abuelos eran parteros y también mi madre. Recuerdo que cuando se presentaban varios partos, iban los tres, caminando por Tejeda y por los pueblos de donde les llamaran, recorrían las casas y, después, cada uno elegía a su parturienta. Lo curioso era que mis abuelos siempre se trataron de usted entre ellos.Ha sido una vida rica emociones y en satisfacciones. Yo quiero con locura a todos los que ayudé a traer al mundo. Tengo, además, la satisfacción de que nunca, ni parturientas ni natalicios, se me murieron en las manos. Jamás puse un punto y no provoqué la más mínima infección, a pesar de que fueron innumerables los chiquillos que venían “de pies” o de “nalgas”.A mí venían a cualquier hora a buscarme a mi casa y me llevaban para El Zumacal, para Tejeda, para San Mateo, para Valsendero, para donde fuera. Teníamos que ir caminando. Yo siempre llevaba una caña, que me hacía de bastón y un quinqué, que tenía que limpiar a cada rato porque el petróleo me lo empañaba. Muchas veces me pagaba los propios desplazamientos, cuando podía coger un coche. Mi marido, que era guardia municipal, jamás me preguntó cuánto me habían pagado por mi trabajo. Sabía que yo lo hacía por bondad y que muchas veces daba más que lo que podía recibir.Jamás, nunca cobré un duro. En aquellos tiempos, llegué a casas donde la miseria reinaba por todas partes. En algunas viviendas no tenían más que dos sábanas, por lo que había que buscar “zalea” para recoger los restos del parto y conseguir así que la madre y el niño tuvieran una cama seca para después del parto. En otras ocasiones, las madres, por el frío, no podían hacer fuerzas y, como quiera que no tenían nada en casa, no podía hacerles una taza de matalahúga o de canela. En no pocas ocasiones saqué dinero de mi bolsillo para mandar a comprar esas cosas y calentar a las parturientas.Nunca pedí nada, pero, en cambio era bonito ver cómo mi casa se llenaba de sacos de papas, de huevos, de gallinas, de lo único que aquella gente tenía y que me entregaban con lágrimas en los ojos, como diciéndome que era poco, pero que no podían más. De siempre he sentido el agradecimiento de esa gente, por eso mi puerta siempre está abierta. Recuerdo aquellos duros momentos, aquellas caminatas y aquellas fuerzas que hacíamos tanto la madre como yo, esperando oír el primer llanto del chiquillo, en una lucha por la vida tremenda, maravillosa. Siempre “me traje” a los críos conmigo y eso no ceso de agradecérselo a Dios y a la Virgen”