A la vista de la cuantiosa inversión pública que ya sobrepasa los 25 millones de euros solo para estudios y proyectos y ante la nueva aportación de otros 5 millones para este año 2021 para la futura línea ferroviaria entre la capital y el sur, convendría planteamos con urgencia que -si esa cifra va a seguir aumentando- ahora más que nunca es necesario reabrir el debate social sobre la implantación del tren en nuestra isla.
A nadie se le esconde que es una realidad contrastada y tangible que hay un gran problema de movilidad interurbana en Gran Canaria, una elevada intensidad de tráfico y atascos interminables, y que es necesario buscar una solución alternativa. ¿Pero es el tren la mejor alternativa? Desde Hablemos Ahora consideramos que, para evitar que se convierta en otro vergonzoso caso Amurga, o en otro descarado y descalabrado caso Tindaya, es necesario someter el faraónico proyecto del tren a un análisis riguroso sobre la dimensión sopladera que ya están alcanzando sus costes sin la colocación de un solo raíl y sobre el verdadero alcance real de su cuestionable necesidad social.
Ya en su momento se puso en entredicho la idoneidad de su instalación, no solo por su desorbitado coste, sino también por su enorme impacto medioambiental y su más que dudosa rentabilidad, además del carácter invasivo del territorio. Sorprendente fue que aquellos primeros cuestionamientos y propuestas que ponían al descubierto las grandes contradicciones del tren se desestimaran tan alegremente para después ser utilizadas, sin embargo, como argumentos válidos a la hora de descartar la construcción de nuevas vías de carreteras como alternativa al gran problema de la movilidad.
Debiéramos prestar una mayor y más seria atención a las voces de los expertos en esta materia. El Doctor en Economía por la Universidad de Leeds y Catedrático en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria D. Ginés de Rus, por ejemplo, desaconseja dicha inversión. Refiere que las subvenciones a la operación son muy superiores a lo que pagan los usuarios por usar la infraestructura, por lo que la tasa de cobertura será negativa. Además, considera la oferta del tren sobredimensionada con relación a la demanda de pasajeros, y que eso conllevaría reducción de frecuencia y una densidad de paradas mucho menor que el transporte tradicional. A esa clara desventaja se añade que los transbordos necesarios para llegar a destino complicarían mucho más el uso de este medio de transporte.
El asunto del tren y sus inversiones presentes y futuras no son un problema menor, sino una cuestión grave que debe llevarnos a reflexionar sobre cómo influirán los altos costes de esta infraestructura en la disminución, desatención y empeoramiento de las inversiones públicas que deben destinarse a otros servicios mucho más importantes y necesarios para la población.
Por tanto, antes de seguir dilapidando fondos, es fundamental para valorar esta implantación reabrir un debate social objetivo y de amplias miras, y por supuesto no desoír ni desatender la búsqueda de otras alternativas de transporte mucho más acordes a nuestra realidad territorial y social, y a la mentalidad e idiosincrasia de nuestros ciudadanos.