La catedral de Málaga es conocida popularmente como La manquita. El mote se explica porque el edificio luce, solamente, una de las dos torres que incluyó el proyecto original. La otra, la sur, nunca se llegó a levantar aunque se intuyen sus cimientos. Pienso en esta construcción inacabada mientras oigo a un diputado de UPN apelar al concepto de libertad, término que en su boca me resulta intencionadamente sesgado, incompleto. Manco. Como si le faltara su otra mitad, el otro plano de simetría. Su torre sur.
Discutamos el concepto con el fin de discutirlo, decía muy serio Pazo, el sicario que interpretó en la gran pantalla el gallego Manuel Manquiña. El concepto es la unidad básica de pensamiento, la idea mínima que tenemos sobre algo o alguien. Y ahí reside la paradoja: se debate acaloradamente sin tener, de forma clara y unánime, un concepto universal de libertad, que sería el mínimo deseable, el valor nuclear de la discusión. Y para debatir, sobre lo que sea, necesitamos saber de qué estamos hablando. Hagan la prueba. La próxima vez que entren en un bar, pidan una caña y pregunten, a los allí presentes, qué es para ellos la libertad. Se sorprenderán.
Sospecho que sucede con la libertad lo mismo que con la felicidad, la belleza o la igualdad: son términos tan usados, tan presentes en nuestro vocabulario cotidiano, que se han banalizado. Y esa banalización, curiosamente, ha provocado confusión. Es muy peligroso banalizar términos tan básicos, y tan ricos, porque luego se vuelven huecos de significado y nadie sabe, a ciencia cierta, de qué demonios se está hablando.
Imagino que hay tantos conceptos de libertad como personas hay en el planeta; y supongo, también, que el significado más universalmente aceptado sea el de hacer lo que a uno le dé la real gana, que para algo somos, democráticamente, monárquicos. Hay una acepción más jurídica y política del término que subraya su condición de derecho inalienable, es decir, un principio fundamental, un atributo que nace con nosotros y que nadie, absolutamente nadie, puede negar y mucho menos cercenar.
El problema es que al deseo de hacer lo que a uno le apetece, le falta siempre la otra mitad, la torre sur de la catedral, que es la de llevarlo a cabo siempre de acuerdo con los demás. Aceptar, en suma, que el derecho inalienable crea, en consecuencia, un deber inapelable llamado responsabilidad. Nuestra existencia no puede entenderse sin la presencia de los demás. Para entendernos: sin el respeto al prójimo, no existe la libertad.
La primera vez que se declararon, de manera amplia y rotunda, los valores de la libertad, fue en 1789, en París, durante la revolución. Entonces ya se afirmaba que “la libertad consiste en poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás”. Lo anecdótico, y sintomático a la vez, es que durante la redacción de estos derechos, surgió el dilema de si incluir, o no, una relación complementaria de deberes. Lástima que la sublevación no diera tiempo para más. Sin embargo, es aleccionador comprobar cómo hace más de doscientos años ya sabían que reducir el concepto a la sola y exclusiva dimensión individual era como erigir una sola torre donde el genio creador humano ya había pergeñado un par: derecho y deber, facultad y responsabilidad.
De esta manera, no es de perogrullo afirmar que la libertad no es un bien individual en sí, ni una posesión que no se pueda enajenar. Es una forma de relación en comunidad basada en el respeto, la tolerancia. Y la humildad.
Hacer lo que uno quiera, exigiendo enconadamente el derecho para ello, pero denostando, intencionadamente, cualquier forma de responsabilidad, no es libertad, es libertinaje, esa conducta infantil, inmadura e irresponsable que manifiesta, de manera inequívoca, un individualismo ramplón y desmemoriado que ignora la vida en común, y por extensión, la esencia misma de la libertad.