Me ha costado mucho, hoy vengo a visitarla por última vez. Los que le daban calor, hace años que ya no están. Desde aquel día, no había vuelto al Callejón de los López. No tenía sentido si ellos, ya no vivían.

El callejón está callado, aquí se nota que ya nadie espera para subir a la barbería. Puede ser que ya nadie recuerde que allí la había, que allí pelaba Paquito Zurita.

Abrí la puerta, ya no era lo mismo. Sin darme cuenta, mi nariz buscaba su olor. Pero ya no estaba. Olía como cualquier casa cerrada, de cualquier calle, de cualquier pueblo, de cualquier tiempo.

Los nietos ya no corren, ya no gritan, ya no juegan, ni lloran. Pero esto no es porque los abuelos ya no estén, sino porque esos niños hace ya años que crecieron, que se fueron, que se apartaron, y ya nunca más se reunieron en la azotea para despedir un año y recibir el siguiente viendo los fuegos artificiales.

Aun así, antes de continuar, abro la puerta de la escalera, y una luz me escandila. Dos revoltosos están arriba, y hoy, como ayer, juegan juntos. Ya cansados de jugar a ser chófer de la guagua, van a lanzarse por la escalera.

Sin esperar respuesta ni pedir permiso, lo hacen. Se lanzan por la escalera hacia mí los dos primos del setenta y siete. Compiten, como siempre, a ver quién gana, a ver quién llega antes.

Hoy ganó el niño, el más pequeño. Llevaba tiempo con prisa, ya nada era igual, y quería acompañar a su madre en el cielo. Él cruzó la puerta por la que deberemos pasar todos, se adelantó. En esto, ÉL fue el primero.