Nunca destacó por nada, era del montón. Por eso, cuando el Príncipe Azul apareció, creía que no podía aspirar a estar con él. Era apuesto, moreno, de buen semblante. ¿Qué había visto en ella? Antes de cumplir el primer año de noviazgo, ya mantenían relaciones. Un escándalo para una católica practicante. Pero él se lo pidió, ¿Cómo iba a decir que no? Él se lo pasaba bien; ella, no sabía. Era joven y sin experiencia, era una niña en un cuerpo de mujer. Alguien que vivía un sueño sin darse cuenta de que la realidad no era la que pensaba.

Desde que pudo comprar una casa, le propuso matrimonio. ¿Cómo iba a negarse? En la familia estaban sorprendidos, pero ella parecía tan locuaz, contaba maravillas de su novio modelo, y una tarde soleada de noviembre, se casaron. Ella estaba radiante; él, más. Ella estaba contenta; él, satisfecho. Ella estaba emocionada; él, atento. Ella creía ser feliz; él lo era.

Nada pareció cambiar los primeros meses, ella dejó su trabajo de dependienta, atendía la casa y al marido, y hablaba con la familia por teléfono. Nunca había tiempo de ir a visitarlos. Él se volvió más casero, no salía apenas; del trabajo a casa y de casa al trabajo. No tenía malas compañías, no la engañaba con otras mujeres, no bebía, no fumaba ni se drogaba. Pero él no se había casado, había contratado una cocinera y una limpiadora con la que se desahogaba.

Solo salían para ir a playas nudistas, las que él quería, aunque solía elegir las más apartadas. Eso sí, antes de volver a casa, siempre tenían que hacerlo, quisiera ella o no. Disfrutase ella o no. Así día tras día, mientras ella se daba cuenta de que él no era tan Azul y ella no era tan feliz. Pensó en dejarle, sus padres, aunque católicos, la apoyaban. Habían visto como él la había apartado de ellos. Pero llegó la primera falta, y ahí estaba creciendo escondida su criatura. La hizo feliz. Hasta que se lo contó. Él no quería hijos, él no tenía tiempo, y ella debía abortar. Como no quiso, llegó la primera. Eso sí, estratégicamente escondidos para que nadie los viera, el cuerpo se llenó de moratones.

En el hospital, de reposo para no perder al vástago que crecía pese a los golpes, recibió la visita de su padre. Él, un hombre serio, de palabra, de los que nunca se ha metido en líos, sabía que algo no iba bien, pese a que su hija callaba lo sucedido. Pero él le contó su secreto:

—Hija, mi apellido no es Totana, mis antepasados lo cambiaron. Somos descendientes de Giulia Tofana, te entrego la receta del Aqua Tofana. Si está pasando lo que pienso, decide tú si lo preparas y se lo das a beber a mi yerno